martes, 30 de agosto de 2011

¡Y fin! (al fin). 31/8/2011

Hace una hora y pico entré a mi hogar con alevosa alevosía y nocturna nocturnidad. Llegué con la ropa de tres días, la barba de quince, sin mi mochila (sigue perdida) y con los pies combinando sin atención al glamour sandalias y calcetines. Si no me helaba.
Llegué cansado pero contento, que dicen. Abracé y me emocioné con los míos y ahora paso la noche tranquilamente en manos del desfase de siete horarios diferentes. Como un lechuzo.

Tecleo las últimas palabras para cerrar definitivamente esta bitácora, y lo
hago con las prisas y la impaciencia de quien observa al final del
pasillo su cama lisa y fresca, con las sábanas limpias oliendo a
suavizante y su almohada mullida, apenas alumbrada por la cálida y
suave luz de tungsteno de mi vieja lámpara, en una habitación que
exuda paz. Ya no temo a la amenaza de los mosquitos, ni al sofoco del calor
tropical, ni a las voces desalmadas de los empleados de algún
aeropuerto dando avisos en inglés por un megáfono. Mi habitación es mi refugio. Ver
mundo es placentero, pero hacerlo sabiendo que a la vuelta te espera
un lugar recoleto y pequeño que sólo a ti te pertenece, no tiene
precio.

Pongo fin a esta bitácora después de muchos días, cerca de cuarenta, y
un final de viaje tedioso, trepidante, y muy formativo. La experiencia
'caos aeroportuario' se resolvió felizmente, y además me permitió
conocer a las dos Patricias, las últimas amistades que me brindó esta
aventura.

Para llegar a Madrid visité Houston, Nueva York y Dublín, que tan
buenos recuerdos trajo a mi memoria. Y llegué a mi ciudad natal en un
autobús de lujo que agarré por los pelos de un calvo.

Lo que no mata engorda, y de mi penoso paso por las terminales
norteamericanas, mi fe en la buena suerte, en la paciencia, en la
esperanza, en el tesón, ha salido fortalecida. Psicología pura, las
Patricias ya me entienden.

Me despido pues hasta mi próximo viaje y les deseo a ustedes, sea cual
sea su destino, que el suyo sea grato y tremendamente enriquecedor. Me voy a mi cama.

Gracias por leerme. Hasta otra.

Mikel

domingo, 28 de agosto de 2011

Houston, tienes un problema. 28/8/2011

Algunos os preguntaréis qué es de mí. Estoy en Houston, en un hotel cercano al aeropuerto, compartiendo cuarto con Patricia y Patricia, mis dos compañeras de infortunio. Hoy hemos vivido un día para olvidar que sin duda recordaremos.

Estoy muerto y enterrado, así que para abreviar contaré que salí esta mañana de mi hostel en San José a las tres y media de la mañana y ahora, primera vezque reposo cuerpo y mente, son las once y pico de la noche.

Hemos vivido un auténtico via crucis de cancelaciones, idas y venidas de una ventanilla a otra, de una compañía aérea mala a una peor, de una agente estúpida a otra maligna, saboreando la bordería y el desdén en estado puro, acumulando falsas esperanzas que se estrellaban en sonoras frustraciones.

Hemos fracasado en nuestro intento de salir de América. Como Irene azotó Nueva York, puerta de salida aérea al viejo mundo, medio mundo se colapsa. No se puede ir a Europa desde Houston. Ni desde NY. Se han vendido más pasajes de los que caben, se han acumulado viajeros abandonados en aeropuertos donde sólo hacían escala -es nuestro caso-, hoy por hoy, la única opción es rezar para que los turistas que tienen un pasaje a Europa pierdan su vuelo para que los que engrosamos las interminables listas de espera ocupemos sus puestos.

La cosa pinta mal y nadie da soluciones. Las compañias aéreas se pasan la pelota las unas a las otras sin empatía ni eficiencia alguna que justifique las enormes cantidades de dinero que ilusos como yo desembolsamos después de mucho ahorrar. Estamos tirados y el único vuelo seguro a España, que ya tenemos reservado, parte el sábado día 3.

En fin, juro que no hemos perdido la paciencia, ni siquiera el humor. Pero esto es un coñazo y un chorreo de dólares. Mierda, desidia, impotencia. Cómo confiamos ciegamente en el sistema, y cómo éste nos la clava una y otra vez sin que siquiera pronunciemos una queja. Nos lo tenemos merecido, por pardillos.

Eso sí, es bonito ver los vínculos que se crean entre la peña afectada que arrastra sus maletas, vagando sufridamente por los grises pasillos de las terminales. Solidaridad, compañerismo y comprensión frente a la burocracia infinita y la insensibilidad de las grandes compañías. Mañana nos tendrán de nuevo a todos en unión peleando por huir de esta sofocante ciudad texana. Houston tendrá un problema.

Y mientras, pierdo mi añorada vuelta a casa, pierdo días de trabajo, pierdo tiempo y pierdo mucha pasta. Ah, y ellos (llamo 'ellos' a esa masa informe y etérea que son las compañias aéreas) me han perdido la mochila, para rematar. Pero no me han hecho perder la sonrisa, insisto. Los muy cabrones.

sábado, 27 de agosto de 2011

El fin de mi viaje, yo mismo, e Irene. 27/8/2011



Se acabó el viaje. Bueno, el viaje tal y como estaba programado, porque creo que seguirá por lo menos uno o dos días más. Irene es la culpable.

Lo que parece seguro es que mañana domingo despegaré de San José, Dios mediante, y aterrizaré en Houston. Paradójicamente es en Houston donde empezarán mis problemas, como si fuera un astronauta.

Mi vuelo desde esa ciudad a Nueva York se ha cancelado. Parece lógico, cuando se avecina a la gran manzana un huracán del tamaño de Europa y cuando están evacuando la ciudad como sólo había ocurrido en películas de ficción como Godzilla. Así pues, pierdo la conexión a Madrid. ¿Cuándo volaré?, lo ignoro. ¿Me facilitarán otro vuelo o un alojamiento hasta que sea seguro lanzarse al aire?, ni idea. ¿Acabaré siendo un homeless en Texas, vagando como un chalado, perdido en el mundo y hablando de un huracán demoniáco del que ya nadie se acuerde?, quién sabe.

Ahora mismo no tengo respuestas para esas preguntas, la verdad. Por si acaso llevo en mi mochila de mano un kit de supervivencia en aeropuertos, a saber: saco de dormir, muda para un día, sudadera con capucha, libro, linterna y cepillo de dientes. Y ver venir, oigan, mundo sencillo, no agobiarse. Después de la tormenta suele venir la calma. Solo espero que ésta venga a tiempo para llegar el día 1 de septiembre al cole. Aunque suene a broma, me apetece horrores trabajar.

Bueno lo importante es hacer un balance breve de este mes y pico de vagabundeo, exploración y pura vida. He conocido tres países nuevos para mí (cuatro, si contamos gringolandia y mi visita relámpago a Nueva York).

Costa Rica, un estado sin ejército, donde han sabido aliarse con la naturaleza y explotarla sin prostituirla, donde todo el mundo es ecologista por que sabe que la selva y el mar, con todo lo que contienen, son su principal sostén económico. Hoy acabé de ver el país con Arturo, amigo de mi compadre Iñigo, de cuando la ruta Quetzal, Natalie y el australiano John. Me llevaron a unas cascadas y al volcán Poas, cuyo cráter es uno de los más grandes del mundo, que contiene un lago de ácido sulfúrico en su boca y que vomita vapor de agua y azufre provocando frecuentes lluvias ácidas en sus faldas.

El Poas el último día, el Irazú el primero, en Costa Rica ha sido un no parar. Ascendí con mi amigo Carlos hasta la cumbre del Chirripó por un camino infernal que recrearé orgulloso desde la calidez de mis sábanas, observé a las tortugas en su paritorio caribeño... Pero lo que más recordaré será el salvaje parque de Corcovado, -aquel cielo e infierno en uno-, y esa pequeña muesca entre la selva y el mar llamada Puerto Jiménez que tan bien me trató....

Panamá, un estrecho país -geográficamente hablando- partido por el emblemático canal, que además de asegurar una sempiterna fuente de ingresos, permitió una cierta gringarización -si no de la sociedad- sí de la economía. Nunca olvidaré los días que pasé en Kunayala, conviviendo con gentes sencillas que me acogieron como a uno más, me cedieron una de sus hamacas, y me llevaron a pescar en las cristalinas aguas del Caribe. Tampoco olvidaré fácilmente la isla de Coiba, ni mi encuentro con los escualos, ni a las ballenas jorobadas resoplando en el horizonte.

Y Nicaragua, en fin, hablé hace poco de mi experiencia en ese país, del que saboreé apenas su esencia para saber que algún día debo regresar para conocerlo a fondo. Y una vez allí subiré hacia el Norte, que aún me quedan más países.

Han sido 35 días inolvidables. Sobre todo recordaré pequeños detalles, vivencias o momentos que me sería imposible referir aquí y que me habría gustado compartir con algunas personas. He viajado solo, lo que fue un reto personal en bastantes aspectos, pero que he superado más que satisfactoriamente. La soledad nunca ha invadido mi ánimo, muy al contrario, he aprovechado esa situación para acercarme a personas que, de otro modo (en la comodidad de una cuadrilla de amigos) probablemente no habría conocido de la misma manera. He encontrado gente interesante, simpática, siempre dispuesta a echar una mano, he hecho amigos en el camino con los que seguramente me volveré a cruzar. Con otros será más difícil, pero todos ellos me aportaron algo. Sobre todo la absoluta convicción -ya la tenía- de que siendo buena gente siempre se encuentra uno con buena gente. El Karma.
A todos mis compañeros y compañeras de viaje, fugaces pero intensas amistades en esta aventura, os mando un abrazo. Ya sabéis dónde estoy.

En fin, con el huracán Irene bramando amenazante en mi destino, llega a su final un viaje en el que nada estuvo programado, previsto o fijado a más de uno o dos días vista. Es esta una forma de explorar (más que de viajar) con la que se disfruta a cada segundo, sin prisas, sin calendario, sin agobios, y sin la angustia de dejar de visitar las recomendaciones de la guía. ¡Qué libertad no tener que ir tachando de una lista "lo imprescindible" de cada país! Se encuentran así lugares y personas que muy pocos más conocen, pero que hacen disfrutar al viajero lo que no está escrito, nunca mejor dicho.

Ha sido un viaje que recomendaría a cualquiera de mis seres más queridos. Soy consciente de que no todo el mundo tiene la oportunidad, así que he disfrutado de mi privilegio intentando hacerme digno de él, dando gracias y acordándome cada día de los que me esperaban en casa, de mis amigos, mi familia.

Pocos seres tienen la capacidad de ser graciosos cuando han muerto. Este pez globo es la excepción, ¿que no?
Dado el cambio de planes provocado por las inclemencias meteorológicas, no puedo decir que con estas palabras se clausura mi bitácora. Quizás mañana, tirado en alguna esquina del aeropuerto de Houston haya algo digno de ser contado y disponga de Wifi para hacerlo. He descubierto lo muy saludable que es escribir con frecuencia. Macutoyfedora era mi momento kit kat cada día. Un rato de reflexión, desconexión, relax y disfrute. Y sobre todo el momento en el que compartía con aquellos que no tuvieron la dicha de poder acompañarme, alguna de mis vivencias, no todas. Para relatar otras habrá bares y cañas en la mano pronto.


Por cierto, visitando este continente y pensando en lo que me queda por visitar, no puedo menos que destacar la inmensa felicidad me produce hablar una lengua tan maravillosa y universal como es el español. Gracias Colón, nacieses donde nacieses, por abrirle a esta lengua la puerta de medio mundo. Qué suerte tenemos.

Pues me despido ya, Centroamérica. Justo es, a mi juicio, que después de haberme dejado disfrutar de tus bosques, de tus criaturas, de tus playas y tus olas, después de haberme abrumado con la belleza de tu naturaleza, como debiste abrumar a mis antepasados cuando llegaron aquí buscando un nuevo mundo, la misma naturaleza se cobre un peaje. Espero que no sea muy largo ni catastrófico, Irene.
 

Un abrazo muy fuerte a todos.

Nos vemos.

miércoles, 24 de agosto de 2011

¿Qué sos, Nicaragua? 24/8/2011


¿Qué sos sino un triangulito de tierra perdido en la mitad del mundo? / ¿Qué sos sino un vuelo de pájaros guardabarrancos, cenzontles, colibríes? / ¿Qué sos sino un ruido de ríos llevándose las piedras pulidas y brillantes, dejando pisadas de agua por los montes? / ¿Qué sos sino pechos de mujer hechos de tierra, lisos, puntudos y amenazantes? / ¿Qué sos sino cantar de hojas en árboles gigantes verdes, enmarañados y llenos de palomas? / ¿Qué sos sino dolor y polvo y gritos en la tarde,-"gritos de mujeres, como de parto"-? / ¿Qué sos sino puño crispado y bala en boca? / ¿Qué sos, Nicaragua, para dolerme tanto? 

(Gioconda Belli, ¿Qué sos, Nicaragua?)

...

¿Qué sos, Nicaragua? Esa es la pregunta que me hice cuando sellaron mi pasaporte y entré al país. Una pregunta que intenté responder a lo largo de mi estancia, lográndolo solo en parte. Me faltó tiempo.

Mañana abandono el último país de mi viaje. El mejor. No es donde vi más animales, no es donde conocí a más gente (a excepción de mis dos últimos compañeros de viaje, Emanuele y Sam, italiano y neoyorkino) ni donde más me divertí. De hecho ha sido el país de mi ocaso, una tierra a la que llegué cansado de caminar, con mis sandalias ajadas y cubiertas por el polvo de muchos caminos, con el peso de mi macuto agrandándose a mi espalda a cada paso, con pocas palabras ya en los dedos para teclear esta bitácora. Llegué a Nicaragua sintiendo cerca el calor del hogar añorado, con los bolsillos ya casi vacíos, y con la piel maltratada por el sol del trópico y los mosquitos.

Dejé a Nicaragua para el final, y ese fue mi error, debí llegar cuando aún rebosaban en mí el ímpetu y el arrojo del que apenas acaba de bajar del tren.
Pero, sin duda, la experiencia de conocer este país, por ser la menos amable, ha sido la mejor.

Nicaragua exuda un sudor de sangre fresca, de hambre y analfabetismo asomando en muchas casas, de injusticia. Y pese a ello aún sonríen los chiquillos que piden córdobas hasta en las fuentes de agua volcánica de Ometepe, donde los turistas se ponen a remojo a ver si se curan de algo o les crece el pelo.

La sonrisa nicaragüense. Por cada choza denegrida, por cada res desnutrida, por cada agravio entre vecinos, por cada atropello de los poderosos, algún nicaragüense regala una sonrisa al visitante.
"No nos deje, vuelva usted, que este país necesita abrirse, necesita ver y oír lo que pasa más allá del Caribe y el Pacífico, conózcanos, no se quede con lo que leyó o lo que vio en la televisión, venga a visitarnos", parece expresar el gesto.

He tenido la suerte de haberlo podido hacer, de ver el potencial de sus colinas, de sus mares, de sus gentes.

Pero el potencial se desperdicia día a día en el país que hace años concentró los anhelos y esperanzas de medio mundo. ¿Dónde está ahora Nicaragua? ¿Quién se queda la plata para hacer las carreteras, cuyos guijarros y zanjas pincharon la rueda del auto de Don Ángel, mi chófer en Ometepe? ¿Quién impide que se venda la gasolina barata? ¿Quién niega un par de zapatos nuevos a Juan Gabriel, el niño de San Ramón que va a la escuela pisando barro?

Algunos nicaraüenses se hacen la pregunta, otros la evitan o se encogen de hombros como única respuesta. "Roban todos, los de siempre. No sé ni para qué hacen elecciones, con el gasto que supone", decía un joven taxista que me llevó a Rivas.
Y ya no hablamos él y yo más de política. En ese terreno todo es encogerse de hombros, resignarse a lo que hay. A lo que hubo siempre, desde los tiempos de los españoles hasta Somoza, la revolución y Daniel Ortega. Charlamos en cambio sobre boxeo, béisbol y el Barça, que enciende hoy las mismas pasiones que otrora lo hicieran la desigualdad social o el hambre.

Don Ángel en cambio, sí opina. Me cuenta al poco rato de reparar la rueda a los pies del volcán Arenas, que el problema es el "dictador" que regresó al poder tras ganar en las urnas. Recuerda con amargura la revolución como una esperanza fugaz que acabó en racionamiento y libertades individuales cercenadas en nombre de la igualdad.

Y habla de la sombra de las armas, que vuelve a cernirse en algunos puntos del país. "Ya se oyen algunas balaceras", explica. Y me refiere asesinatos políticos entre personas cuyos nombres ni me suenan. "Dios quiera que vivamos en paz, pero las dictaduras provocan guerras, porque el pueblo se cansa". Su argumento lo he oído en mil países, en  boca de líderes de izquierdas, de derechas, blancos y negros. La justificación de la violencia. Aquí fueron los Somoza primero, los sandinistas más tarde, la Contra y la CIA después, los que hicieron propio ese discurso. Todo para justificar el festival de la sangre.
 "Pero con frecuencia quitan a un dictador para poner a otro", replico respetuosamente.
Otra vez el encogimiento de hombros y el silencio por respuesta, en este caso de una generación demasiado acostumbrada a resolver las cosas a tiros.

¿Qué sos, Nicaragua? ¿Esperanza? ¿Resignación? ¿Optimismo? ¿Pesar? ¿País prometedor o caso perdido?

Y así, sin responder del todo a esas preguntas, cruzaré mañana la frontera para volver el día 28 a la tranquilidad de mi casa. Lo haré con la pena de no haber podido profundizar un poco más en este país de poetas, guerrilleros, curas y campesinos. Pero llevo conmigo la convicción de que la sonrisa nicaragüense me hará regresar antes de que la corrupción, la violencia o la pobreza, consigan borrarla del moreno rostro de los chiquillos de San Juan, de las viejas vociferantes del mercado de Granada, del pastor de vacas que saluda desde su caballo, o de la muchacha que acaba de servirme un gallopinto diciendo, dulcemente, "con permiso".

Viejo mirando a su Patria desde la Isla de Ometepe.

lunes, 22 de agosto de 2011

La revolución perdida. 22/8/2011



Ya me lo habían advertido, pero quería comprobarlo personalmente. Ayer
en el paso de Peñas Blancas crucé algo más que una frontera entre dos
países. Costa Rica es el estado centroamericano más rico y
desarrollado de Centroamérica. Nicaragua es en cambio el país más
pobre de toda Latinoamérica, sin contar obviamente a Haití, sangrante
caso aparte. Mi viaje, mi turismo, adquiere aquí otra dimensión. Otro
rollo.

Las infraestructuras en general y las destinadas al turismo en
particular están francamente mal, salvo excepciones. Calles sin
asfaltar, basura en las esquinas...  Eso sí, hay publicidad de
Movistar hasta en los carros de caballos.

Y eso que Granada es un destino más turístico que otros que he ido
atravesando en el país. No obstante no es raro observar a personas
tiradas como colillas en calles llenas de polvo y barro, compartiendo
el suelo con perros pulgosos y famélicos que comparten su suerte. En
mi guía dice que la policía tiene que hacer a veces autostop para
llegar a una llamada. También hay hoteles de lujo, claro. Y bares muy
animados donde suena la música y todo el mundo está contento. Curioso
es el mercado, todo bullicio y aromas. Me perdí unas cuantas veces
entre yucas, zapatos y reses abiertas en canal.

Pero insisto, esto es otro rollo. Ayer, cenando en una terraza cercana
a la colorida catedral, vi niños -no pasarían de diez años, cara sucia
y desaliño-, limpiando botas o pidiendo comida de los platos. Una
señora española de unos sesenta años les repetía con insistencia,
mientras sacaban brillo a sus sandalias: "Hacedme caso, id a la
escuela".

Otros renacuajos, sin zapatos en los pies, bailaban una suerte de
gigantes y cabezudos al ritmo de un tamboril buscando la ansiada
propina del turista. "¡Qué exótico!", dirán algunos.

Viniendo en el bus me crucé con Carles, un joven valenciano que hasta
hace poco trabajaba en la agencia española de cooperación y ahora ha
montado una consultora en Managua, no sin dificultades.
-¿Cuál es el problema de este país? ¿Por qué no sale adelante? ¿Qué le
diferencia de Costa Rica, por ejemplo? -pregunté.
El valenciano suspiraba.
-La violencia, vigente hasta hace pocos años. Gobiernos populistas y
corruptos. Promesas que desaparecen como el humo...

Actualmente el Gobierno de la nación, en manos del frente Sandinista y
Daniel Ortega es, decía el español, como el chavismo venezolano pero
sin petróleo. No hay recursos en este país.

-¿Y por qué no explotan el turismo? Naturaleza les sobra, como a sus vecinos.
-Es que para eso hace falta mucha plata. Todo son promesas que no se
concretan en nada.

En Granada, la ciudad donde me hallo, de aire colonial y coloridas
fachadas (en una visita del Rey Juan Carlos a la ciudad, éste dijo
simplemente: "No toquen nada"), nació un personaje del que siempre oí
hablar en casa: Ernesto Cardenal.

Sacerdote jesuita, escultor, poeta, teólogo de la liberación y
ministro de la revolución sandinista, Cardenal fue uno de aquellos
idealistas que en la década de los ochenta creyeron que Dios
libertaria a los pueblos oprimidos de Centroamérica. Luchó contra el
somocismo y llegó a ocupar la cartera de Cultura de su país, antes de
que cerraran el ministerio por falta de recursos. Pero la CIA, y el
papado de Juan Pablo II cortaron sus aspiraciones. Recordada es la
imagen del guerrillero cura arrodillado ante el Pontífice mientras
éste le reprendía ásperamente y en público con el dedo alzado.

Ahora el poeta se dedica a escribir memorias y a vivir su vejez. Uno
de sus libros se titula "La Revolución Perdida". Desengañado con el
sandinismo de Daniel Ortega, incapaz de resolver los problemas de la
patria, abandonó la política y su país sin que aquellos ideales,
aquella liberación, fuesen más allá de un sueño dulce y pasajero.

Aquí en Granada, cuna de Cardenal, fui incapaz, por más que anduve de
aquí para allá perdiéndome entre las callejuelas del mercado y los
conventos coloniales, de encontrar un solo libro firmado por aquel
prolífico escritor. Desde luego, su revolución se perdió.

Acabo de apurar un burrito que me ha costado 105 córdobas (cuatro
dólares y pico), precio que he considerado excesivo dadas las tarifas
del país.

Ahora, mientras observo al limpiabotas imberbe agachado y harapiento
frente a la señora que le insiste que vaya a la escuela, un
remordimiento recorre mi estómago. Y cuando acaba su labor, y el
zagal, que probablemente no sepa quién es Ernesto Cardenal, donde está
España, o cómo se escribe su nombre, me ofrece a mí el servicio,
mirándome con una expresión cansada y adulta, impropia de su edad,
trago saliva y me invade un sentimiento de angustia -quizás es
vergüenza- al responder, simplemente: "No, gracias".

domingo, 21 de agosto de 2011

Mundo Sencillo. 21/8/2011

Aina, yo, Eliú, Elena, María y Paula. Pizzas recalentadas pero sabrosas.

Tecleo hoy desde la ciudad de Granada, no la de la Ahalambra y García Lorca, sino la que levantaron los españoles a orillas del lago Nicaragua en 1524, la más antigua fundada por nuestros antepasados en el Nuevo Mundo.

Otra vez, tras el paso por Tortuguero, regresé ayer a San José, la capital de Costa Rica. Esta vez no lo hice solo, ahora formaba parte de la "Comunidad del Hatillo", que integraban mis amigas maestras Paula, Aina, Elena , María y el mexicano Eliú. Diversas procedencias, un único objetivo: ver mundo.

Nos despedimos por la noche en un bar de música en directo de la capital tica, brindando por América y por Paula y Aina, que continuarán su viaje por el continente durante un año más. Esta mañana, la Comunidad del Hatillo fue disuelta temprano. Elena y María regresaron a España, Eliú volvió a Montezuma para seguir tocando percusión y vendiendo su artesanía, Paula y Aina partieron a mi querido Puerto Jiménez (no sin llevar un recuerdo de mi parte), y servidor se montó en un autobús durante diez horas para atravesar la frontera del último país de su viaje: Nicaragua.


Todavía no entraba mucho polvo.
El trayecto se me hizo monótono e incómodo, aunque no tanto como aquel desde Tortuguero, sentado en las escaleras del bus, y con nubes e polvo del camino entrando por los agujeros de la puerta en tromba, asixiándome y cubriendo mis ropas y mi mochila.

En el viaje de hoy, tuve a mi vera al señor más grande del autobús, un negro panameño que pesaría ciento y pico kilos abierto en canal, y que desbordaba su asiento por delante (sus rodillas inmensas han debido de dejar marca en el asiento delantero) y por los lados. Pasó gran parte del tiempo roncando y dando cabezadas, de las cuales algunas fueron a parar a mis hombros, recordándome otra escena de Moby Dick, aquella en la que el protagonista Ismael se ve obligado a compartir lecho con un inmenso caníbal llamado Queequeg.

Cuando no dormía, esta mole oscura de gran corazón me hablaba del amor de Dios y de que si lo positivo del hombre se impusiese a la negatividad, si triunfase el perdón entre los seres humanos, se acabarían los males de este mundo. El hombre viajaba con otro grupo de panameños, integrantes de una asociación cristiana, rumbo a Honduras para difundir ese y otros mensajes de paz.

Aunque al principio me dio un poco de pereza, escuché atentamente a este hombre predicar con la palabra y hablar de amor entre los seres humanos.

Ahí sí. Polvo rico.
Su diatriba me recordó mucho a una copnversación mantenida en la Comunidad del Hatillo la noche anterior. Aina, una de las viajeras, hablaba de cosas como el optimismo, la fe en uno mismo y la ausencia de comeduras de tarro para afrontar los problemas, como las claves para conseguir en esta vida todo lo que uno se proponga. En un viaje como este, todo puede ir sobre ruedas y para qus eso ocurra hace falta cabeza y prudencia por supuesto, pero también una actitud ante la vida en el que las preocupaciones ocupen un espacio pequeño en nuestro coco respecto a las oportunidades.


A todo se le puede dar la vuelta, y a todo se le puede buscar un lado positivo, decía Aina. Las cosas ocurren porque tienen que ocurrir. Creo que no se equivoca. De todo se aprende algo, también de las malas experiencias y de las frustraciones, y es importarse no obsesionarse con aquellos elementos que uno no puede controlar (retrasos de autobús, hostales repletos, taxistas sin escrúpulos, barcos estropeados). Para disfrutar de un viaje de aventura, las dificultades hay que afrontarlas como vienen, sin agrandarlas, sin tremendismos, valorándolas en su justa medida.

Es lo que mis amigas llamaban "la vida sencilla". Ambas tienen una consigna, una frase para este viaje extraído de algún libro de autoayuda, pero que repetida en voz alta, y en el contexto adecuado tiene una gran carga de significado. Dice así: "Hemos elegido vivir en el mundo sencillo, donde todo es fácil. No dejes que el dictador del mundo complicado te lleve a su terreno".

Ahí José -Queequeg- gran persona en todos los sentidos.
Evidentemente no todo es objetivamente fácil en esta vida, pero sí es cierto que muchísimas veces caemos en las redes de ese dictador del mundo complicado, sin que sea necesario ni útil. A veces nos comemos la cabeza con cosas que no deberían merecer más allá de un desdén. Si caminas por el mundo creyéndolo sencillo de veras, las dificultades que entraña serán más llevaderas. "Preocuparte -más allá de lo necesario- es poner tu fe en aquello que no quieres que suceda", decía otra de las frases de mis amigas.

A punto de concluir el viaje (el 28 tomo el avión rumbo a casa), puedo decir que todo me ha salido hasta ahora bien. Y lo que no, será un bonito recuerdo en mis memorias. Vine sin preparar una ruta, sin haber concretado hoteles, trasnporte o cosas que ver y hacer. Sin preocupaciones ni ansias.

Hoy es el primer día que puedo decir que algo ha agriado durante un momento mi caracter. Recién bajado del autobús, un taxista sin escrúpulos me ha intentado timar de un modo miserable. He discutido agriamente con él, reduciendo el timo, pero sabiendo que todavía me estaba tratando de turista imbécil. Cuando me bajaba del taxi con el escozor de la derrota y la impotencia de haber sido engañado sin remedio, le he dado las gracias al taxista y le he tranquilizado: "No se preocupe, no empaña usted mi viaje, ni siquiera mi día, pese a que llevo en Nicaragua menos de un cuarto de hora".
Acto seguido he encontrado un hostel y sus dueños, padre e hijo, me han rebajado del precio de la noche la cantidad que han estimado que aquel hombre me ha estafado. Ha triunfado el mundo sencillo.






viernes, 19 de agosto de 2011

Tortuguero. 19/8/2011

Volver a Costa Rica es, indudablemente, regresar a una naturaleza
desbordante, donde la vegetación se desaparrama inundándolo todo,
donde el agua del río y el mar rodean la foresta ofreciendo hermosos
contrastes de quietud y violencia, y donde las criaturas de todos los
reinos de animalia posan sin timidez ante los ojos de los hombres. Es
un lugar ideal para extraer lecciones, reflexionar, divagar...

"Tortilla y circo"
Si ayer colgaba un post sobre la nostalgia del hogar y la patria,
bastó apenas media hora para que un grupo de encantadoras españolas
con las que he coincidido en mi hostel me invitasen a su mesa para
compartir un emotivo y simbólico menú: tortilla de patatas.

Es difícil precisar la delectación con la que saboreé el cotidiano
manjar, doblemente sabroso al haber sido preparado por manos amigas.
Curiosamente las amistades del viajero suelen tener dos rasgos
característicos aparentemente difíciles de combinar: fugacidad e
intensidad. Cuando estás fuera y encuentras a personas en tu
situación, especialmente si hablan tu lengua, por muy diferentes que
sean de ti, enseguida se ponen de relieve las cosas en común, las
experiencias compartidas.

Incluso la confianza se cimenta pronto entre personas que, de haberse
cruzado en sus vidas cotidianas, apenas se habrían tratado con cortés
indiferencia. Luego cada cual toma su propio rumbo, quizás separándose
para siempre, pero el recuerdo, una foto, un mail, permanecen.

Las conversaciones en estas ocasiones en seguida discurren por lo
personal. Todos queremos saber cosas de los demás, y preguntamos con
sincero interés sobre las respectivas vidas reales, las historias
ajenas.

Algunas de esas historias personales que llegan a mis oídos por boca
de sus protagonistas son tremendamente interesantes, y de todas saca
uno un nuevo conocimiento, un punto de vista sobre ciertas cosas que
nunca creyó poder tener. Riqueza pura.

La sobremesa de ayer fue realmente divertida. Resulta que las chicas
que me invitaron a cenar tortilla española son maestras (lo de el
número de docentes que he encontrado en mi camino merece capítulo
aparte).

Lo mejor es que tres de ellas han sido hasta hace poco maestras
circenses, un oficio del que hasta ahora ignoraba su existencia. Son
contratadas por el Ministerio de Educación para garantizar ese derecho
a las decenas de niños y adolescentes que recorren la geografía
española haciendo malabares, domando fieras o viendo como lo hacen sus
progenitores en circos grandes y pequeños.

Me refirieron cosas muy curiosas: las ventajas y desventajas de una
existencia nómada, la vida en una caravana, cómo se imparten las
clases en un tráiler-aula, o la sordidez que este mundo de ilusión,
luces, acróbatas y payasos, oculta entre bambalinas.
Dos de las maestras de circo ahorraron durante años y ahora viajan por
América sin un rumbo a corto plazo. Su último objetivo es llegar a
Tierra del Fuego, en Argentina, pero sin prisa. Calculan que sus
ahorros aún les permiten un año de vagabundeo y aventura. Partieron de
Calfornia y ya llevan once meses de viaje.

Entre las experiencias y personajes que han encontrado, destacaron la
historia de un joven ciego de Murcia que lleva viajando desde hace
meses con la única compañía de su fiel perro Lazarillo. O la de dos
tipos que están dando la vuelta al mundo a pie... Gente admirable, de
algún modo.



"Las leyes del pantano"
Tortuguero es un agradable pueblecito costero al cual no llega
carretera alguna. Se levanta en una porción de tierra encerrada entre
el mar Caribe a un lado y una serie de ríos, canales, tierras
pantanosas y selva, al otro.

Durante la mañana de hoy he recorrido en canoa, junto a Ianire,
Carlos, Amparo, y el guía Mauricio, los ríos y canales de agua marrón
que aíslan a este lugar del mundo exterior. Con el suave rumor del
agua, al verse removida por cada golpe de pala, han desfilado ante
nuestros ojos majestuosas garzas pescadoras (una especie de aquí
utiliza insectos que arroja al agua para atraer a peces con los que se
deleita). También nos han saludado familias de monos araña, con sus
piruetas imposibles en las copas de los árboles; aves extrañas y
escandalosas; arañas altivas colgadas de una red que al reflejo del
sol parecía tejida con hilos de oro; discretos caimanes de mirada
vidriosa y calculadora; y toda clase de reptiles:  tortugas de agua
dulce, iguanas y basiliscos. Estos últimos nos han obsequiado con un
impresionante espectáculo al caminar velozmente por las aguas haciendo
equilibrios con su magro cuerpecillo de color verde chillón. Por aquí
los llaman 'jesucristos'.



Todos estos seres parecían disfrutar del sol que se filtraba a través
de la selva, indiferentes a nuestra visita. No molestan al hombre si
éste cumple el pacto y solo mira. Pero el ser humano es curioso e
imprudente, sobre todo cuando apenas ha empezado a vivir. En 2005, un
chaval de trece años se bañó en una zona del río vetada al hombre y
ferozmente custodiada por los monstruos de los pantanos. De nada
sirvieron las advertencias y ruegos de sus amigos. Cruzó la línea y el
cocodrilo se cobró un alto precio. Ante el espanto de sus compañeros,
el joven desapareció entre las crueles fauces de un gigante y jamás se
encontró de él el más insignificante rastro.

Nuestro guía nos contó que poco antes de su trágico fin, el púber
había encontrado en la orilla arenosa unos huevos y los había
destrozado. Desde el agua, la fría mirada de la madre esperó el
momento de la venganza, camuflada en el color del agua, demostrando
que estos animales pueden fijar un rostro en sus cerebros jurásicos y
reconocerlo al tiempo.

Escalofríos aparte, la verdad es que la jornada no pudo ser más
completa en lo que a observación de animales se refiere.
"El tiempo de las tortugas"
Con el simpático grupo de maestras y un chaval mejicano que les
acompaña, fui a las cuatro y media de la mañana, -aún noche cerrada- a
ver cómo desovan las gigantescas tortugas que dan nombre al pueblo en
una playa cercana.
El espectáculo, admirado en respetuoso silencio, era casi místico.
Despuntando el alba, un enorme ejemplar de estos animales, que quizás
vino al mundo mientras Europa se batía a bayonetazos en la Gran
Guerra, prolongaba su especie poniendo cientos de huevos, de los
cuáles solo uno de cada cien llegará a la edad de su madre.

La cara cansada y llorosa de la vetusta tortuga, que removía con sus
aletas -más diseñadas para la navegación que para la minería- kilos de
arena para depositar su descendencia, pareció cambiar cuando reptó
lentamente junto a nosotros de vuelta al mar.

Viendo a las primeras olas romper en su grueso caparazón, creí verla
sonreír, sabiendo que con los peligros y los esfuerzos empleados en el
desove, estaba en paz con el gran azul, había cumplido su parte del
trato en el ciclo de la vida y podía retirarse a un merecido descanso
en su medio natural.



Allí navegará por los siete mares, libre y despreocupada. Y mientras,
en tierra firme, las generaciones de hombres se irán sucediendo, y
seguirán midiendo la vida con años, meses, días, horas, minutos y
segundos, preocupados siempre por el tiempo.

"El tiempo", es este un concepto que para la vetusta marinera que vi
partir entre la espuma carece de sentido desde el mismo momento en que
rompió la cáscara protectora. Sería obsceno que este longevo ser se
preocupase por medir su existencia, teniendo en cuenta que un día la
naturaleza le concedió el privilegio -a cambio de la cita anual en
Tortuguero- de ser la única elegida entre aquellos cien huevos que su
sufrida madre trajo al mundo, y que desaparecieron como lágrimas en la
lluvia.

jueves, 18 de agosto de 2011

Morriña y tortugas. 18/8/2011



La verdad es que parece que uno no podría cansarse nunca de la cultura "hamaca". Sin embargo, después de dos días desmovilizado, sin hacer otra cosa que tumbarme a la bartola y ver atardeceres en el mar, ardía ya en deseos de volver a calzarme mi fedora y echarme el macuto a la espalda.

Como el soldado atrincherado que anhela entrar en combate, -pues tal es su estado natural-, así deseaba yo volver a vagar por los caminos.

Recorrer descochadas estaciones, sudar la gota gorda, improvisar destinos, descubrir, admirar. Ya no me quedan muchos días, y debo aprovecharlos.

Esta mañana me aguardó un bote a las seis de la mañana en el muelle sur de la isla. Con él llegué a tierra firme para despedirme definitivamente de Panamá.

Mi visita a este país del que no sabía prácticamente nada antes de cruzar el Paso Canoas ha sido sumamente instructivo. He visto los altos rascacielos de la capital, que fue bombardeada en 1989 por orden de George Bush padre, he dormido bajo el cielo de Kunayala, junto a personas que aún conservan los rasgos distintivos anteriores a la llegada de Colón y heredados de sus ancestros, he buceado con ya saben ustedes qué animales, he conocido a muy variadas e interesantes personas y personajes. Y Me he dejado una pasta, ojo. Panamá, contrario a la creencia, no es barato.

Pero desde luego venir aquí, cosa que decidí en el transcurso de una cena, fue un acierto. Y el haber estado a las mismas puertas de la inmensa Sudamérica me ha abierto el apetito de futuras expediciones.

Ayer pasé el día en compañía de unos simpáticos teutones oriundos de Múnich. Eran una pareja de psicólogos recién licenciados o a punto de hacerlo y una joven profesora de inglés de cara pecosa y amplia sonrisa. La compañía de personas agradables siempre es grata cuando uno viaja consigo mismo, hoy, apenas despuntó el día, volví a ser un llanero solitario.

Mi último gran objetivo en Costa Rica era llegar a Tortuguero, donde me encuentro ahora mismo. Es este otro parque natural en la costa caribeña que linda con Nicaragua y en cuyas playas actualmente desovan las gigantescas tortugas en un ritual de vida que atrae a curiosos de todo el mundo.

De aquí trataré de cruzar a la patria de Rubén Darío dentro de dos días. Conoceré el país someramente por imperativo temporal, pero tomaré mi visita como un aperitivo antes de futuros viajes a la zona.

Bueno, aún queda batalla, así que me retiraré pronto a descansar en compañía ahora de Ianire, otra solitaria, de Bilbao, que acabo de conocer.

En fin, se atisba en el horizonte el final de mi aventura y, aunque viajar es el más elevado y gratificante de los vicios, uno también percibe en la lejanía el fresco olor de las sábanas del hogar, los chascarrillos de la patria chica, los sabores de la tierra y la extrañada sonrisa de caras familiares y amigas.

Ayer, merced a las nuevas tecnologías, pude comunicarme con un buen número de seres queridos. Voces entrecortadas, imágenes congeladas, rápidos mensajes mecanografiados en la inmediatez de un chat... Me hicieron recordar que al otro lado del mar me espera una vida "real", la cual añoro a ratos en medio de este dulce sueño, y que en esa vida me aguardan personas a las que echo mucho de menos por muy diferentes motivos. Llevo 25 días de viaje, 42 desde que abandoné Pamplona en plenos sanfermines.

Así que, en recuerdo del citado poeta nicaragüense, sirvan estos versos que escribió como expresión de la morriña que ahora me invade por instantes en la seguridad cálida y blanda de mi hamaca:

"El retorno a la tierra natal ha sido tan
sentimental, y tan mental, y tan divino,
que aún las gotas del alba cristalinas están en el jazmín de ensueño, de fragancia y de trino".
(...)



Un abrazo.


Mikel

martes, 16 de agosto de 2011

Réquiem por la patilla. 16/8/2011

Ayer por la noche me afeité la barba. Llevaba sin hacerlo desde el día
que salí de Alcoceber con mi macuto y mi fedora, un 24 de julio. Pero
eso no es lo grave. Lo grave es que con la barba desaparecieron de mi
faz, tras nueve años de leal e ininterrumpido servicio, mis amadas
patillas.

La inacción a veces hace cometer estupideces, y ya se sabe cómo
empiezan estas cosas: uno se mira en el espejo, con esas pintas de
náufrago desaliñado, y decide arreglarse un poco la barba. Recortar un
poco de aquí y de allá para no parecer un pordiosero miserable. Pero
las herramientas no son las adecuadas y la mano falla. Un trasquilón y
la única opción de acabar con dignidad es el rasurado.

Una vez volví a ver mis carrillos, barbilla y gaznate limpios de pelo,
con la piel que había debajo blanquecina en contraste con el tostado
de mis mejillas y nariz, me fijé en mis patillas. Habían estado allí
desde hacia demasiado tiempo. Al principio y durante años crecieron
discretas, recortadas en recto a la altura del lóbulo de las orejas.
Esa era la medida.

En los últimos tiempos en cambio las había dejado crecer hasta la
quijada, ganado en longitud, grosor y espesura, y convirtiéndose en
señas de identidad de mi rostro y mi alma.

Cuidadosamente descuidadas, más acorde a mi edad y rango, me conferían
un aire de bandolero romántico con fervientes partidarios/as y algunos
detractores. A mí me gustaban.

Pero mirándome ayer al espejo quise ver la transformación de mi propio
yo. Las circunstancias acompañaban. Solo en el mundo, sin miradas
indiscretas de conocidos que hicieran de mi mutación una burla. Y con
los suficientes días por delante como para enmendar cualquier
desaguisado facial. Era pues el momento de atreverse.

Con mano firme y decidida embadurné los flancos de mi cara y comencé a
descargar la implacable guillete sobre esas masas de pelo que
estilizaron mi cara desde el ultimo año de colegio. Poco tardaron en
sucumbir al despiadado paso del filo de mi cuchilla, pero desde la
primera pasada supe a ciencia cierta que me iba a arrepentir. El
afeitado fue rápido y limpio.

Cuando enjugué mi rostro en el lavabo y alcé la vista, ya no me vi
reflejado en el espejo. Lo que tenía ante mí era un zagal, un
adolescente si quieren, como esos a los que doy clase. Una amiga, al
ver mi foto, dijo que me había quitado cinco años de encima.

Imberbe, atildado, inocente, desposeído de toda rudez pasada. Una
criatura desvalida en medio de un mundo hostil. Nadie diría que una
ser con un rostro tan pueril pueda viajar solo por esos mundos de
Dios.

La blancura de la piel que precede a las orejas, privada de la luz del
sol durante casi dos lustros, era nuclear. La huella de las extintas
patillas se adivinaba fácilmente, como se adivina el lugar que ocupó
un mueble durante en una estancia cubierta de polvo.

¡Cruel e ingrato de mí! Hacerles eso a mis fieles compañeras por un
capricho, por ver qué ocurría, con la de buenos momentos que pasamos
juntos. Me recuerdo acicalándolas antes de una correría nocturna,
equiparando las medidas de una y otra con precisión germánica, o
dejando que manos amigas las acariciaran dulcemente en señal de afecto
y ternura. Mis pobres patillas... Me acompañasteis durante los dulces días de la carrera, mi erasmus en Italia, Dublín, mis primeros empleos, mis amores y desamores, os lucí con orgullo en DNIs y pasaportes... Y ahora no existís. ¿Qué os he hecho?

Durante el día de hoy tomaré el sol alternando a cada rato un giro de
cuello a derecha e izquierda para recibir los rayos ultravioletas de
perfil y unificar así el color de mi jeta.

Por la mañana, lo primero que he hecho al levantarme es escrutar mi cara en busca de
la ansiada sombra de barba que disimule mi osadía y vuelva a dar a mi
facha el aspecto que tenía. Sin embargo todavía es pronto, la piel
está suave y apenas pincha.

"¡Cuánto drama! -pensarán- con lo insignificante que es un pelo".
Tienen razón, pero muchos pelos unidos han configurado la imagen de los más
grandes genios o los más abominables monstruos de la Historia. Piensen en Dalí, Marx,
Loquillo o Hitler. ¿Qué habría sido de ellos sin sus señas de
identidad capilares? Bigotes, patillas, barbas... Por ellos son
recordados y sin ellos poca cosa habrían llegado a ser. Como yo ahora.
Desnudo, desconocido, sin personalidad, un extraño para mí mismo.

En fin, me tranquiliza que no es un problema sin solución. Aún quedan
doce días para regresar a España.

Para entonces, confío en que se cumpla ese dicho que tantas veces
pronunciamos mi amigo Javier y yo en nuestra aventura jacobea. Aquel que
dice: "Burro mal esquilau, a los tres días, igualau".

lunes, 15 de agosto de 2011

Perra vida. 15/8/2011


Es curioso levantarse por la mañana sin tener muy claro dónde va a

dormir uno y acabar en un hotel lujoso pagando solo diez pavos por
noche merced a una oferta brutal. Temporada baja, ya saben.

Me encuentro en la paradisíaca isla de Bastimentos, en el Caribe de
nuevo, aún en Panamá pero muy cerca ya de mi querida Costa Rica. He
decidido quedarme aquí dos días, tomando el sol, nadando en las
cristalinas aguas que me rodean, sin hacer nada. Ni bucear con
escualos, ni descubrir pueblos indígenas que viven donde Cristo dio
las tres voces, ni levantarme a las cinco, ni ver cocodrilos descomunales esperando un bocado junto a la lancha en la que debo embarcar, ni rebotar durante horas por agotadores carretiles
de mala muerte en autobuses que huelen a orines...


Pongo mi espíritu aventurero en cuarentena durante dos días y tres noches. Solo
leeré (tras Moby Dick, afronto la placentera tarea de devorar "Los
cuatro jinetes del Apocalipsis", de Vicente Blasco Ibáñez) y vaguearé
al más puro estilo caribeño, disfrutando de las comodidades que se me
ofrecen a un precio económico. Después afrontaré la recta final de mi viaje, aún no sé con qué rumbo.

El hotel es una maravilla, y apenas hay gente. Se emplaza en medio del
bosque, en lo alto de un cerro y ahora que ha llegado el crepúsculo,
desde aquí se oye el rumor del mar tan solo roto por el canto de las
miles de ranitas rojas que pueblan la isla.

Mi habitación tiene literas para doce, pero en ella solo me alojo yo,
hay aire acondicionado, wifi y una limpieza y buen gusto en la
decoración que no encontraba desde hace mucho (ni tampoco la buscaba,
la verdad). La isla es menos turística que la principal, Bocas del
Toro, y la bahía, calma como un estanque, está jalonada de manglares.

Llegar hasta aquí ha supuesto tres viajes en tres autobuses diferentes
para cruzar de mar a mar el istmo panameño. El primero de los buses,
atestado hasta la bandera, con viejitos y niños de pie o sentados los
unos encima de los otros, ha sido tedioso y accidentado.

El chófer se comía todos los baches, y tomaba la innumerables curvas
de la senda semiasfaltada que recorría, como si le persiguiese el
mismo diablo.

Poco después de una de esas curvas, a punto ha estado de irse al
barranco llevándose consigo un buen puñado de almas. La culpa ha sido
de un cachorrillo despistado que se ha paralizado en medio de la vía
cuando ha visto que el bus se le echaba encima. El chófer se ha
apiadado y con dos violentos volantazos y una pitada que casi provoca
un infarto en mi aletargado corazón, ha conseguido esquivar al
cachorro, ganándose una bronca monumental de una señora del pasaje.
-"¡A esta gente si le mato un perro me matan a mí, señora!", se ha
defendido el conductor.
-"Pues mejor eso que no matarnos a todos, huevón!", ha respondido la señora.

Yo tenía el dudoso privilegio de viajar en la primera fila, justo
detrás del chofer, y he asistido mudo y cabeceando a la bronca, viendo
como el hombre mascaba su enfado al volante del trasto rodante. Pero
el verdadero espectáculo ha llegado un poco más tarde.

Lo de los perros en esas carreteras secundarias es verdaderamente un
peligro. Vagan por decenas, sueltos, perezosos, sin collar alguno que
los identifique. Son como sus dueños: despreocupados, tranquilos,
aficionados a una buena sombra en la que tumbarse a la bartola gran
parte de los días de su tranquila vida.

Pero a veces, su falta de chispa, les juega una mala pasada. Eso le ha
ocurrido a un sabueso color canela un cuarto de hora después del
suceso del cachorro. El bus da una curva y ve al chucho plantado en
medio del asfalto, con su dueño desbrozando la maleza de la cuneta con
un machete. Pitada fenomenal, amago de volantazo a izquierda y derecha
y el perro que se levanta, trastabillea a un lado, pero se asusta, duda y
vuelve para escapar por el otro. Y ese momento de indecisión, esas
décimas de segundo, terminan con el perro mirando a la cabina con ojos
de terror, orejas gachas y finalmente cara de resignación ante su inminente destino.

El chófer, sin margen ya de maniobra aprieta el volante decidido a no ganarse otra bronca por
intentar esquivarlo y pisa el acelerador para que el momento pase
rápido. Todos los pasajeros contenemos la respiración y la mujer que
va a mi lado ahoga un grito y agacha la cabeza.

Luego un gemido canino bruscamente interrumpido por el golpe y un bache blando y prominente que a todos nos pone la carne de gallina. Silencio tenso. Solo se escuchan ya
lejos los gritos del dueño del animal cagándose hasta en los muertos
mas frescos del conductor y esgrimiendo el machete.

Un viejo que viaja de pie en el pasillo ha vuelto la cabeza y riendo
ha dicho: "Quedó vivo el perro, quedó vivo". Me alegro, por él aunque no
quiero imaginar en qué estado, ni le auguro una vida larga ni feliz.

La señora de antes se queja ahora de la barbaridad cometida contra la
pobre criatura.
-"La vida de usted vale más que la del perro señora, y no quisiera
equivocarme", brama el sulfurado conductor, empapado en sudor y con
cara de basilisco.

Desde luego, viendo al propietario del can blandir el machete en la distancia,
apostaría mi fedora a que la que no vale nada ahora mismo es la vida del pobre
chófer.

Esta noche soñará con el perro, la señora, el dueño del
malogrado animal, y hasta conmigo, imagino. Y tendrá pesadillas. Y,
-¡Qué injusta es la vida!-, mañana al alba, mientras yo duerma a
pierna suelta a muchos kilómetros en una isla paradisiáca y él se ponga la camisa para ir a
trabajar, se mirará al espejo y lamentará: "¡Perra vida la mía!"

Porque sabe cómo se arreglan las cosas en el campo, porque mañana tiene que
hacer el mismito recorrido, y porque mañana, en la carretera habrá un chucho
menos, pero un filo de acero más.

domingo, 14 de agosto de 2011

Mi cita con el miedo. (Tiburón). 14/8/2010



Hace algún tiempo se emitía un programa -"La Caja" creo que se llamaba- que consistía básicamente en sanar a locuelos con fobias mediante una terapia de choque bastante poco sutil. Por ejemplo, si uno padecía de aracnofobia, lo metían en el zulo ese y lo inundaban de imágenes de arañas en primeros planos hasta que exudaba el último escalofrío, el pobre paciente. Bueno, pues al grano. Hoy he hice algo parecido en la isla de Coiba: he buceado con tiburones.

La cosa puede parecer osada, temeraria y sumamente arriesgada. Ya se sabe, animales salvajes, impredecibles, en su medio natural, tal y cual. Pero resultaría paradójico asombrarse o llamarme imprudente por nadar con los escualos, teniendo en cuenta que procedo de una ciudad donde cada julio se sueltan bestias astadas de 600 kilos por las calles para que embistan a una turba de mozos, beodos en muchos casos.

Se teme lo que se desconoce, lo que no se ve o sólo se intuye. Para superar un miedo, como en este caso era el mío al acecho de los escualos, hay que mirarle a la cara. Y eso he hecho. Me ha costado, no crean. No por falta de voluntad, sino porque ayer era el día, pero la jornada resultó "accidentada". Por abreviar, en esta zona de Santa Catalina, muy apreciada por los surferos de todo el mundo, hacía muchos años que no se veía un mar tan agitado como el de ayer y hoy.

Ayer la expedición salió tarde por culpa de un imprevisto en el motor del esquife en el que nos embarcamos. Ese imprevisto se convirtió, al poco de salir de la bahía dando tumbos con olas de tres y cuatro metros, en que se jorobó la dirección, dejando a la embarcación a la deriva, como un corcho. Mediante un apaño con una palanca de hierro, el patrón pudo conducirnos a una isla cercana a la espera de que viniese otro bote a recogernos. Allí esperamos, como los protagonistas de "Lost"- durante una hora más o menos. Llegó nuestra salvación y retomamos el rumbo a la isla de Coiba. Pero el horizonte estaba negro como la negrura misma y, en efecto, el temporal no tardó en descargar sobre nosotros un fuerte aguacero.
 

Mala pinta tenían sus caras cuando se paró el motor...
Aparte de los dos tripulantes, viajábamos a bordo tres donostiarras -Juan, Idoia y Coro- y cuatro italianos. Juan e Idoia son marido y mujer, y Coro, la hermana de Juan, es la alegría de la fiesta con sus casi sesenta años. Han viajado mucho, por lo que el temporal no les alteró lo más mínimo. A mí la verdad es que tampoco. Me sentía arropado entre compatriotas y más cuando comenzamos a reir a cada bote y a cantar aquella canción de Miliki sobre un mosquito navegante que no teme a las tempestades. Los italianos (dos parejas jóvenes) estaban en cambio temblando de frío y miedo, y supongo que pensarían "Sono veramente pazzi questi spagnoli!!". La escena me recordó a esas historias de la Guerra Civil que a veces nos contaban nuestros abuelos sobre el "valor distraído" en el campo de batalla de los herederos del Imperio Romano. No se me ofenda nadie.

Bueno, el caso es que llegamos al embarcadero principal de Coiba sin haber visto una sardina. Y al llegar, después de un frugal almuerzo, cuando nos disponíamos a embarcar rumbo a la zona de buceo... la barca, la nueva, no arrancó. Pasaron las horas y al final tuvo que ser una tercera embarcación la que nos recogió sanos y salvos y nos llevó de nuevo a tierra firme. Un desastre total.

Aunque el hosco australiano que organizó la expedición nos devolvió la pasta -eso sí, a regañadientes-, ni los italianos, ni mis amigos donostiarras quisieron repetir la experiencia al día siguiente. Pero yo sí. Me había cruzado Panamá para ver tiburones, y tiburones quería ver. Así que esta mañana encontré otra excursión en la que además me hicieron un buen precio por compasión, tras oir mi historia.

El mar estaba igual de picado, pero lucía el sol. Rebotando a cada ola durante hora y media llegamos por fin a Coiba. La isla, la más grande de Centroamérica, fue hasta los años noventa un penal donde mandaban a lo peor de lo peor de Panamá. Violadores, asesinos, narcos... los distribuían en una veintena de campamentos alrededor de la isla y allí, si mostraban buen comportamiento, vivían sin barrotes (a excepción de los naturales: olas gigantescas, corrientes, cocodrilos, tiburones, malaria...). Nada más llegar recorrimos las instalaciones y las celdas, denegridas por el abandono y con el odio aún impregnado en sus paredes en forma de groseros grafitis de otro tiempo.

Los presidiarios podían criar cerdos, cultivar, pescar... si alguien cometía una infracción o intentaba fugarse, se le arrojaba a las inhumanas celdas de castigo unos meses, donde el calor, el hambre y los mosquitos langudeían su espíritu y doblegaban su bravura. El libro y la película "Papillon", protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman describe muy bien ese tipo de organización penitenciaria, que era similar en la Guyana francesa. La cinta es una de mis favoritas de la historia del cine, y la recomiendo a todo aquel que no la haya visto, por cierto.

Tenían buenas vistas, los penados.
Lo de los campamentos separados tenía un motivo muy simple. En la isla se organizaban maras y pandillas, enemigas mortales unas de otras, -incluso privado de su libertad el hombre necesita odiar algo-. Los miembros de una banda por ejemplo eran recluídos en un campamento y en otro situado unos kilómetros más allá se encerraba a sus rivales, por ejemplo. Sucedió un día que un buen puñado de reos de uno de los campamentos lograron fabricar una chalupa y echarse a la mar sin ser vistos. La cosa iba bien, pero al doblar un cabo, el fuerte oleaje y las corrientes marinas hicieron encallar a la embarcación, y los presos fueron a parar a una playa que pertenecía a otro campamento. A la banda rival. Éstos, en lugar de acoger a los náufragos, se amotinaron y los despedazaron a machetazos -literalmente- sin que los guardianes pudieran evitarlo. Fue una masacre: cabezas cortadas, miembros amputados... una orgía de sangre y violencia que puso de relieve la ineficacia y los fallos del sistema penitenciario panameño.

Así que el gobierno cerró los campamentos y trasladó a los presos, convirtiendo a la isla e islotes que la rodean en un parque natural protegido. Quienes recuperaron la libertad fueron los animales domésticos que criaban los prisioneros. Ahora hay búfalos y vacas salvaje pululando en la isla donde antes lo hacían las maras. Y los que saben dicen que es mejor no cruzarse a un bicho de esos en la selva del interior de la isla.

Pero bueno, yo lo que quería era mojar las orejas en el gran azul, la cosa se iba demorando y con el paso del tiempo crecía mi impaciencia. Aún debí esperar otra hora antes de sumergirme, porque la familia de simpáticos y gruesos yankis que viajaba conmigo quería ver monos, y el guía les llevó a dar un paseo por la selva. Yo me quedé en el barco fondeado von el piloto contemplando a las enormes ballenas jorobadas salir a la superficie y resoplando en la lejanía. ¡Qué espectáculo! Esos animales, al nadar despacio y acompasadamente, transmiten una paz tan inmensa como su fisonomía.

Pero por fin llegó mi hora. Subieron a bordo los yankis y la encantadora familia de colombianos que completaba el pasaje (y que mañana me llevan a Santiago en coche) y nos encaminamos rumbo a una minúscula isla plagada de ermitaños para realizar la inmersión.

Mientras me calzaba las aletas en la playa y miraba el mar revuelto, aumentaba mi ritmo cardiáco, un extraño hormigueo alteraba mi estómago, y me acordaba del momento previo al estallido del cohete definitivo que da comienzo al encierro.

Siguendo las órdenes del guía nos sumergimos lentamente. Me entraba un poco de agua en las gafas debido a que mis bigotes impedían el sellado hermético, pero yo no pensaba en mis gafas. Aleteando pausadamente miraba a mi alrededor esperando la silueta tantas veces vista en filmes y documentales, pero curiosamente sentir y oir mi respiración a través del tubo me relajaba, y no sentía inquietud alguna. El agua estaba algo turbia a causa de las lluvias, y la visibilidad no era perfecta desde la superficie, pero a poco que uno se sumergiese, la cosa se aclaraba dejando al descubierto a miles de seres. Corales, anémonas, peces de todos los tamaños y colores, estrellas de mar, morenas, una enorme tortuga Carey a la que pude acariciar el caparazón... un festival de vida y color ante mis ojos. Pero yo no lo apreciaba en toda su dimensión. Sabía que allí estaban los grandes peces y quería ver mi reacción al encontrarme cara a cara con ellos.

Los gestos de mi guía llamaron mi atención. Me llamaba con la mano y señalaba al fondo, a unos tres metros de donde yo flotaba. Me acerqué a él y me sumergí... allí estaba. Nadaba a ras de suelo, mostrando su lomo, su temible aleta dorsal y las laterales, rematadas por la mota blanca que da nombre a su especie. Mediría dos metros, quizás más. Era un tiburón de punta blanca, uno de los más mortíferos según las estadísticas. Se desplazaba a poca distancia de mí sin mirarme, sin extrañarse de mi presencia, sin sospechar siquiera la tremenda emoción que despertaba en mí su sola presencia. Dio un aleteo rápido y enseguida desapareció de mi campo de visión. No pasó mucho tiempo antes de ver otro, y dos más allá. La misma actitud inofensiva, la misma serenidad.

En ese momento, viendo a los "temibles" tiburones trasegar cerca de mí en armonía, sentí que alcanzaba un puntito más de conexión con ese inmenso desconocido que es el mar.

Ya fuera del agua, un rato después, comenté mi experiencia mística con Llillo, mi guía. Le hablé en plan hippie sobre los tiburones, lo absurdo que era tenerles miedo y esas chorradillas que acabo de escribir un poco más arriba. Él no decía nada. Cuando le pregunté por su silencio, me dijo: "Huevón, tú no te has dao cuenta de lo que te ha pasado al lado mismo, pero casi me da un infarto". Resulta que mientras observaba a los de abajo, un enorme tiburón había salido de la nada "cruzando la línea" y arrimándose peligrosamente a mi costado sin que yo reparase en ello, extasiado como estaba.
-"¿Pero no decís que no hacen nada?", pregunté yo.
-"Claro, compadre, pero este era de otra raza, y era bien grande, -Y extendió los brazos medio metro para indicar el tamaño de su cabeza- Estos tiburones son muy territoriales, y si te cruzas con uno mejor salir pa' otro lao, ¿tú sabes?".


Ahora ya en tierra, lejos del mar y de la conexión con los tiburones, leo una pegatina en la que se defiende la inocencia de los peces esos con este mensaje: "Coconuts kill more people than sharks". Dice que los cocos matan a más gente que los tibus. La verdad es que nunca me había planteado morir por un golpe de coco desprendido de una palmera, y muchas veces he soñado con las fauces de un monstruo marino. El miedo, definitivamente es absurdo. Pero, después de la excursión de hoy, creo es más absurdo la manera que tiene el hombre de enfrentarse a él.

Encierros, buceo con tiburones.... es paradójico. ¿Saben de qué raza era el bicho que me pasó a un pelo y que dejó lívido al guía? Era un tiburón toro.


viernes, 12 de agosto de 2011

La canción del emigrante. 12/8/2011


Ayer compartí cervezas y tapas con parte de la enorme comunidad de españoles residentes en esta ciudad. Me iba a ir por la tarde, pero una llamada a Marta, amiga de mi amigo Jon, me puso el plan en bandeja.

Quedamos en el Taberna21, un bar que es punto de encuentro de compatriotas que buscaron en este país la oportunidad que no llegaba en España. Salió en "Españoles por el mundo", por cierto. En la mesa vi gente emprendedora, valiente, esforzada, alegre. Vi a personas que renunciaron a la cercanía de los suyos, y a las comodidades del hogar, llegaron con muchas ganas de trabajar y se dieron de bruces con una forma de trabajar "bananera, frustrante" y con un trato que no siempre puede considerarse amable. También, entre risas y charlas, percibí mucha melancolía.

Muchos de los emigrados pertenecen al sector de la construcción (arquitectos, ingenieros...). Explotó la burbuja inmobiliaria en España y con ella las esperanzas de encontrar trabajo de muchos jóvenes licenciados.

Emigrantes de nueva generación, "aquí somos los moros de España". Se definen así, aunque ninguno llegó en patera y viven en mejores condiciones que la mayoría de los marroquíes en nuestro país.

También saben que las distancias ya no son las mismas a las que debieron enfrentarse nuestros abuelos (me enteré por cierto de que cientos de españoles fueron reclutados por los gringos como mano de obra para construir el canal, morían de marlaria y fiebre amarilla a cientos, los pobres).

Pero aunque en Panamá vivan bien, España, seas de donde seas (el 90% de los congregados eran catalanes), siempre se añora. Su comida, su gente, su clima, su jamón serrano, su farra... Es una verdad universal, y así me lo confirmaron. Muy pocos se plantean establecerse aquí definitivamente.

En fin, yo sigo mi viaje y vuelvo al Pacífico. Esta vez mi destino es la isla de Coiba, antiguo penal del estado y hoy parque natural. Allí me esperan mantas rayas, atunes, y tiburones. Sobre todo tiburones. Volveré a estar pues desconectado unos días.

Y cuando acabe este periplo regresaré a España, a trabajar. Yo soy de los que gozan de esa gran suerte.

Ojalá los que tienen responsabilidad sobre la marcha del país (o aspiran a tenerla), hubieran estado ayer en la mesa de la Taberna21. Quizás observando y escuchando a un pequeño grupo de los nuevos emigrantes españoles, se dejasen de las chorradas y discusiones en las que tantos esfuerzos y recursos se derrochan y se dedicasen a luchar contra el chorreo de cerebros, grandes profesionales y buena gente, que España deja tristemente escapar cada día.


jueves, 11 de agosto de 2011

Tres días con los Kuna. 11/8/2011






Lamento estos días de silencio blogueril, pero cuando uno visita una
comunidad indígena no puede esperar wifi en cada cayo.

Llegué a Panamá capital luego de un viaje de catorce horas en un autobús recién estrenado,
amplio, fresco y limpio. En el viaje conocí a Sara, una madrileña que viaja sola rumbo a Perú para dar clases en una escuela alternativa y que colecciona las historias de amor de las personas con las que se cruza. Algún días escribirá un libro, dice. Yo aporté a su obra mi pequeño granito de arena.

En la ciudad de Panamá dormí en un barrio sórdido y peligroso, como sórdido era el hotel al que me llevó mi taxista. Su nombre lo decía todo: "hotel económico". Mi habitación sin ventanas
carecía de encanto alguno y hedía a humedad. Cuando fui a salir para buscar un cibercafé donde colgar el post y un bar donde cenar, la ruda recepcionista me advirtió que transitar por esa zona a esa hora (las ocho de la tarde) era sumamente peligroso. Así que no escribí post ni
Limpiando la pesca de escamas.
cené aquella noche, sino que me atrincheré en mi apestosa habitación a la espera de que naciese un nuevo día, escuchando ruidos y voces fuertes en el pasillo.

Me fui a las cinco de la mañana. Un señor que conocí en el autobús me
había dicho que la chiva (el pick up) que llevaba a los indígenas a
Kunayala (donde viven los indios kuna) partía de la plaza 5 de mayo. A ella me llegué en un taxi
conducido por una compatriota nacida en Orense pero emigrada a muy
corta edad. En la plaza no había ni rastro de indígenas.

Preguntando, averigüé que recientemente habían cambiado el lugar de
recogida a una oficina sita en un callejón cercano a la iglesia de San
Juan Bosco. Allí esperé el carro, que no llegó hasta las ocho y media. Por cierto, que la gentil compatriota me
devolvió mi pequeño cuaderno de ruta, olvidado torpemente en el
asiento, a los veinte minutos de despedirnos.

Fueron casi cinco horas de viaje para cubrir los apenas 80 kilómetros que
separan Kunayala de la capital, así que no me detendré en detalles.

Kunayala es una comarca de Panamá, en la costa Sur del Caribe, reservada para los indígenas. Goza de una legislación sensiblemente diferente en algunos aspectos con objeto de
preservar su cultura milenaria. Tiene parte continental, cubierta de
selva, y parte isleña. Son casi 400 islas y cayos (la mayoría
deshabitadas) las que componen la comarca. En una de ellas, Cartí
Sugtub ("isla del cangrejo" en dialecto) me alojé yo, en casa de Baldo,
a quien conocí en el viaje.

Los Kunas son de corta estatura, piel
morena y cabellos lisos de un negro brillante. Tienen la cabeza grande,
las espaldas anchas y los brazos fibrosos.
Son barbilampiños, lo que explica las tímidas risas de las mujeres
jóvenes al verme la cara cubierta por una espesa barba. Ellos visten a
la occidental, aunque muchos van descalzos. Algunos tienen celulares y
conducen buenos carros. Ellas se arreglan de un modo peculiar. Visten
paños de vivos colores que ellas mismas confeccionan. Al pañuelo que
cubre su cabeza le llaman Tulemola y adornan sus orejas y nariz con
relucientes aros de oro puro.
La mayoría del pueblo Kuna venera a Baba-Nana, un Gran Espíritu
creador y pide permiso y perdón Napagua (la Madre Tierra) cuando tiene
que quitar un pedazo de ella para satisfacer sus necesidades. La
medicina Kuna es muy antigua, y se transmite oralmente en su lengua
nativa de maestros a aprendices. La culminación de ese aprendizaje de
medicina, legal únicamente en la comarca, es llegar a saber
tratar la mordedura de serpiente y asistir un parto.

El poblado de Baldo se compone de cabañas de paja y bambú y pequeñas
casitas hacinadas. Las estrechas calles son de tierra y los chiquillos
corretean descalzos por ella. Llegamos en el cayuco de su hermano
Alberto y de camino le compramos a un pescador cinco centollas
enormes por diez dólares, que luego cenamos hervidas en leche de coco.

La familia nunca compra pescado. Los peces se los procura José, el
anciano patriarca de la saga, que apenas habla español, y no ha perdido
facultades como pescador pese a su avanzada edad. A veces vende sus capturas a algunos restaurantes o a los vecinos. A mí me regaló un kelu (jurel) que estaba delicioso.

La familia con la que conviví está compuesta de ocho hermanos, de los cuales en la casa viven cuatro, todos con sus esposas y retoños. Cada familia comparte una
Mi amigo Anthony y servidor en un cayo diminuto.
habitación, compuesta de camas y hamacas, y separada de la siguiente
de mamparas de bambú toscamente adornadas. En el piso de abajo tienen
más hamacas, y una pequeña tienda de colmados a la entrada de la
vivienda donde pasan el día tumbados o atendiendo a los vecinos que
desfilan en busca de todo lo que se puede comprar en este mundo (desde
medicinas, ropa y desodorante, hasta lana, sopas y juguetes). No hay
agua corriente, y para ducharme usé un balde y un cubo.

Calculo que la isla ocupará la misma extensión que la Ciudadela de
Pamplona, pero dispone de un sencillo centro dispensario médico
estatal (aunque la inmensa mayoría acude al "indurgan" para sanar de la
manera tradicional) una fonda para marineros, unaescuela, un muelle pequeño y otro grande, donde atraca un barco
colombiano que provee a la isla de gasolina y otros productos "secos".

Los Kuna tienen su máxima autoridad en el Congreso Kuna, que tiene
sedes de paja y bambú en las principales islas. Para los delitos
menores, este consejo se encarga de imponer los castigos. Aquí no existe,
como en el resto del país, el maltrato o la cárcel. Según la falta
cometida, al reo le imponen un servicio a la comunidad que por supuesto no cobra.

Cuando el congreso reune a todos los vecinos (tuve la suerte de asistir a uno), siempre está presidido por los Sailas. Son los jefes políticos y religiosos, y los únicos con derecho a
reposar en hamacas (la hamaca es sagrada, como un puente de unión entre el hombre y la Madre Tierra). Estos hombres deben conocer las raíces más profundas de la cultura
Kuna y se encargan, entre otras cosas, de dar o negar el permiso a aquellos
indígenas que quieren salir de Kunayala.
Al llegar a la comunidad enseguida me hice amigo de los niños de la
casa, pero especialmente de Anthony, un chamaquito de ojos vivos como
una ardilla al que enseñé a hacer chipi chapas y a nadar a croll en un
solitario y diminuto cayo (tamaño plaza de la Cruz, por seguir con los
símiles pamplonísticos).

LA PESCA KUNA

Don José, el abuelo, me enseñó a pescar a la manera Kuna. Salimos
temprano por la mañana en su alargado cayuco construido de una pieza
(horadando el tronco de un gran árbol). La noche anterior había habido una tormenta
como no la he visto en mi vida. Apenas había oscuridad, pues los rayos
eran tan seguidos que parecía que fuese de día y los truenos eran tan
brutales que hacían retumbar la isla desde los cimientos. Gracias a
Dios no había viento, y pude sentir desde mi hamaca, mirando a la
ventana abierta, la fuerza bruta de la naturaleza descargándose a mi
alrededor.

Cuando salimos temprano en la mañana, el cielo anunciaba temporal.
Efectivamente, la tormenta volvió a descargar su furia y nos vimos
obligados a buscar refugio en un islote lleno de cocoteros antes de zozobrar. Yo aproveché la parada para bucear junto a un pecio roído
por el salitre y habitado por peces de colores, estrellas de mar y
corales. Era un barco pesquero que encalló en un banco de arena y allí
Lo que costaba era sacarles el anzuelo.
se quedó hace 30 años.

Cuando cesó el chubasco continuó nuestra labor. La pesca Kuna carece
de caña. Se arroja un sedal generalmente con cebo vivo y se aguarda
flotando en el cayuco. El truco es cómo sacar la pieza una vez pique.
Según cómo tire la presa del hilo, el pescador sabe qué pez es, y si
debe jalar fuerte del anzuelo, dejar que se clave él solo, o largar
sedal...

La pesca es abundante en los caladeros que conoce Don José. Entre él, su
hijo Alberto y Anthony sacamos más de treinta (sin contar las
sardinas). Había gelus, ispeuas, sargentos, -unos demonios rojo vivo
cuyas afiladas espinas dorsales sentí en mis carnes- y los mencionados kelus. Yo
saqué de todos los tipos, uno de ellos, plata con una línea dorada
cruzándole de parte a parte, tenía un tamaño considerable. Algunos
picaban a los pocos segundos de arrojar el anzuelo, tal es su
voracidad ante un cebo vivo. Por cierto que me tomé la
venganza por el pinchazo del sargento cuando me lo sirvieron frito sobre un puñado de arroz aquella noche.
El cebo eran pequeñas sardinas, pescadas por nosotros mismos con ayuda
de una rústica red atada a dos palos, y ensartadas en los anzuelos por los ojos.

Definitivamente ha merecido cruzarse este alargado país de punta a punta para conocer a los kuna y disfrutar de su hospitalidad. Han sido tres días inolvidables, un universo paralelo que seguro evocaré cuando me atrape el frío de Pamplona. Miraré al oeste y pensaré en el abuelo don José, sin dientes y con la mirada cansada y limpia, sentado en su cayuco de una pieza, sacando peces y dando gracias al Gran Espíritu por poder hacerlo.


El señor José, viejo pescador, listo para partir.