jueves, 4 de agosto de 2011

El doblón de oro del capitán Achab. 4/8/2011

Esta era negra, no blanca...


El doblón de oro, de haber yo formado parte de la malograda tripulación
del Pequod, sería mío. Allí estaba yo, de guardiamarina, tendido en la
proa del frágil esquife que surcaba las aguas del Golfo Dulce,
rebotando a cada ola, a cada golpe de mar, serio, silencioso,
escrutando el horizonte.

En lontananza, únicamente cocos y
ramas a la deriva que aceleraban mi corazón al aparecer flotando a lo
lejos. Pero no eran sino frustrantes cocos y ramas. De las esquivas
ballenas, ni un indicio.

Regresábamos de la excursión al parque de recuperación animal del
Golfo, un pequeño núcleo de biólogos y voluntarios en medio de la
selva virgen que se dedican a cuidar de animales heridos hasta que
logran reinsertarlos en la selva.

La visita... Bueno, no estuvo mal. En el viaje de ida avistamos
delfines de morro de botella, y ya en tierra un mono araña nos recibió
indicando las partes del cuerpo que quería que le rascásemos. La
visita al parque fue en inglés, ya que tanto los otros nueve
visitantes como los voluntarios del parque eran gringos. Así pues, no
presté mucha atención a las explicaciones de la guía, una jovenzuela
pecosa, de piel lechosa y piernas maltratadas por los mosquitos tras
más de tres meses de exposición.

Más bien me fijaba en los rostros de todos los seres que desfilaban
ante mí: el tucán, el tolomuco (una especie de jineta negra que es el
terror de las gallinas), el guacamayo, el pecarí (cerdo salvaje de
pequeña estatura pero gran agresividad) y, sobre todo, los monos.

Los monos me fascinan e inquietan a un tiempo. Les miro esos ojitos
vivos, sus caras peladas y sus actitudes como humanas y me estremezco
al pensar que son mis primos. El mono araña, de rostro oscuro y pelo
rojo, escandaloso cuando está en celo, defiende su territorio
arrojando heces y orines a los que se acercan a su árbol. Andaba
erguido, a dos patas, haciendo equilibrios. Me recordaba mucho a
alguno de mis amigos cuando van bolingas.

Tití andándose por las ramas

Luego estaban el diminuto tití. Excitado por la presencia humana,
había uno que daba saltos y se chupaba el dedo pulgar obsesivamente.
¿Tendrán psique esos seres? Y luego los capuchinos, como el de Ace
Ventura. Dicen que son los más inteligentes, llegan a aprender a usar
electrodomésticos. Lo cierto es que viéndolos encerrados, me han
parecido más desdichados que graciosos.

Lo mejor, sin duda, ha sido conocer a Perezoso Joe, por el cuál me
preguntaba recientemente mi amigo Laki. El perezoso es una criatura
que me cae tremendamente simpática. Se desplaza siempre a cámara
lenta, casi nunca baja de los arboles, como no sea a defecar, cosa que
hacen tan solo una vez por semana. Se toman la vida con tal sosiego,
que a veces brotan en su denso pelaje algas y mohos, y parece que
muestran una sonrisa amable y despreocupada a todo el mundo, con esos
ojillos como granos de café.
Perezoso Joe en plena inacción

Les he visto apenas moverse, colgados de las rejas de su jaula con sus
dos garrillas firmemente asidas y sus patas contrahechas recogidas en
un ovillo. Me caen simpáticos, insisto, me gusta su forma de tomarse
la vida, sin prisas, sin maldad, ramoneando por aquí y por allá y
cagando poco.

Dentro del reino animal no son la alegría de la fiesta, eso sí.
Comparados con las monerías de sus vecinos, los perezosos pueden
resultar un coñazo. Solo para que girase su inexistente cuello y
mirase a cámara, se ha tirado cinco minutos. Qué majos los perezosos.

Me habría quedado observándoles toda la mañana, pero como las rollizas
preadolescentes gringas que venían en la visita se aburrían de mirar a
un ser que pasaba de ellas y no hacía tonterías (a diferencia del
macaco, que las ha encandilado) la visita ha continuado y hemos
embarcado en la panga de nuevo para bucear.

El mar andaba revuelto y el fondo estaba algo turbio, pero he podido
observar peces multicolores tipo Nemo. Por los tiburcios no me he
preocupado en esta ocasión, ya que la compañía con la que me sumergía
me daba la oportunidad de beneficiarme de la selección natural en caso
de ataque. Ya me entienden: carne rosada, tierna y abundante de Boston
frente a un vulgar chorizo de Pamplona... ¡dónde va a parar señor
escualo!

Regresábamos a puerto como he dicho al comienzo de mi relato con la
mala suerte de no haber podido observar la majestuosidad de los
grandes cetáceos de la bahía. Navegábamos en silencio, solo escuchando
el rugido del motor de la embarcación partir las olas por la mitad.
Pero yo no perdía la esperanza. Con una febril obsesión comparable a
la del capitán que juró venganza a Moby Dick, escrutaba el mar en
busca de las aletas oscuras de las ballenas.

De pronto la vi. "¡Por allá resopla!", grité emocionado señalando a
unos cien metros. Nadie más las había visto. "Serán delfines", dijo
Rebeca, la simpática grumete del barco. "No, no lo son, demasiado
bufido para un delfín", pensé.

Y de pronto, a dos metros de la proa apareció la primera, confirmando
Mi avistamiento. Oscura, brillante, imponente. Bufó con tal fuerza que
sentí en el rostro las gotas escupidas.

Junto a ella apareció otra, y otra más. Eran por lo menos diez
ballenas piloto, o quizás falsas orcas, seis y pico metros de bicho y
1.500 kilos.
Nadaban mostrando su aleta dorsal y sus tremendas colas delante del esquife.

Varias nos adelantaron por debajo del casco asomando a escasos
centímetros de donde yo me hallaba extasiado. Fue una experiencia
mágica, verlas salpicando las olas, escuchando sus inconfundibles
chillidos subacuáticos.

Sospecho que Achab vivió con similar euforia su último encuentro con la
ballena. La diferencia es que a él le movía el odio ciego y a mí la
admiración.
Sea como fuere, estoy convencido que aquel recio lobo de mar me habría
regalado el doblón de oro que clavó en el palo mayor para el primero
que divisase a su leviatán.

¡Ay los monetes!

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