martes, 16 de agosto de 2011

Réquiem por la patilla. 16/8/2011

Ayer por la noche me afeité la barba. Llevaba sin hacerlo desde el día
que salí de Alcoceber con mi macuto y mi fedora, un 24 de julio. Pero
eso no es lo grave. Lo grave es que con la barba desaparecieron de mi
faz, tras nueve años de leal e ininterrumpido servicio, mis amadas
patillas.

La inacción a veces hace cometer estupideces, y ya se sabe cómo
empiezan estas cosas: uno se mira en el espejo, con esas pintas de
náufrago desaliñado, y decide arreglarse un poco la barba. Recortar un
poco de aquí y de allá para no parecer un pordiosero miserable. Pero
las herramientas no son las adecuadas y la mano falla. Un trasquilón y
la única opción de acabar con dignidad es el rasurado.

Una vez volví a ver mis carrillos, barbilla y gaznate limpios de pelo,
con la piel que había debajo blanquecina en contraste con el tostado
de mis mejillas y nariz, me fijé en mis patillas. Habían estado allí
desde hacia demasiado tiempo. Al principio y durante años crecieron
discretas, recortadas en recto a la altura del lóbulo de las orejas.
Esa era la medida.

En los últimos tiempos en cambio las había dejado crecer hasta la
quijada, ganado en longitud, grosor y espesura, y convirtiéndose en
señas de identidad de mi rostro y mi alma.

Cuidadosamente descuidadas, más acorde a mi edad y rango, me conferían
un aire de bandolero romántico con fervientes partidarios/as y algunos
detractores. A mí me gustaban.

Pero mirándome ayer al espejo quise ver la transformación de mi propio
yo. Las circunstancias acompañaban. Solo en el mundo, sin miradas
indiscretas de conocidos que hicieran de mi mutación una burla. Y con
los suficientes días por delante como para enmendar cualquier
desaguisado facial. Era pues el momento de atreverse.

Con mano firme y decidida embadurné los flancos de mi cara y comencé a
descargar la implacable guillete sobre esas masas de pelo que
estilizaron mi cara desde el ultimo año de colegio. Poco tardaron en
sucumbir al despiadado paso del filo de mi cuchilla, pero desde la
primera pasada supe a ciencia cierta que me iba a arrepentir. El
afeitado fue rápido y limpio.

Cuando enjugué mi rostro en el lavabo y alcé la vista, ya no me vi
reflejado en el espejo. Lo que tenía ante mí era un zagal, un
adolescente si quieren, como esos a los que doy clase. Una amiga, al
ver mi foto, dijo que me había quitado cinco años de encima.

Imberbe, atildado, inocente, desposeído de toda rudez pasada. Una
criatura desvalida en medio de un mundo hostil. Nadie diría que una
ser con un rostro tan pueril pueda viajar solo por esos mundos de
Dios.

La blancura de la piel que precede a las orejas, privada de la luz del
sol durante casi dos lustros, era nuclear. La huella de las extintas
patillas se adivinaba fácilmente, como se adivina el lugar que ocupó
un mueble durante en una estancia cubierta de polvo.

¡Cruel e ingrato de mí! Hacerles eso a mis fieles compañeras por un
capricho, por ver qué ocurría, con la de buenos momentos que pasamos
juntos. Me recuerdo acicalándolas antes de una correría nocturna,
equiparando las medidas de una y otra con precisión germánica, o
dejando que manos amigas las acariciaran dulcemente en señal de afecto
y ternura. Mis pobres patillas... Me acompañasteis durante los dulces días de la carrera, mi erasmus en Italia, Dublín, mis primeros empleos, mis amores y desamores, os lucí con orgullo en DNIs y pasaportes... Y ahora no existís. ¿Qué os he hecho?

Durante el día de hoy tomaré el sol alternando a cada rato un giro de
cuello a derecha e izquierda para recibir los rayos ultravioletas de
perfil y unificar así el color de mi jeta.

Por la mañana, lo primero que he hecho al levantarme es escrutar mi cara en busca de
la ansiada sombra de barba que disimule mi osadía y vuelva a dar a mi
facha el aspecto que tenía. Sin embargo todavía es pronto, la piel
está suave y apenas pincha.

"¡Cuánto drama! -pensarán- con lo insignificante que es un pelo".
Tienen razón, pero muchos pelos unidos han configurado la imagen de los más
grandes genios o los más abominables monstruos de la Historia. Piensen en Dalí, Marx,
Loquillo o Hitler. ¿Qué habría sido de ellos sin sus señas de
identidad capilares? Bigotes, patillas, barbas... Por ellos son
recordados y sin ellos poca cosa habrían llegado a ser. Como yo ahora.
Desnudo, desconocido, sin personalidad, un extraño para mí mismo.

En fin, me tranquiliza que no es un problema sin solución. Aún quedan
doce días para regresar a España.

Para entonces, confío en que se cumpla ese dicho que tantas veces
pronunciamos mi amigo Javier y yo en nuestra aventura jacobea. Aquel que
dice: "Burro mal esquilau, a los tres días, igualau".

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