miércoles, 3 de agosto de 2011

Jaws, España y las purrujas. 3/8/2011



Hay que reconocer que Steven Spielberg hizo bien su trabajo. Pocos son los que vieron tiburón y no sienten escalofríos repentinos e irracionales cuando nadan en alta mar. E incluso en un pantano. Yo soy de esos. No sufro fobia alguna, claro está, pero a veces sí me ocurre que mientras me doy un chapuzón desde el pédalo por ejemplo siento esos ojillos negros, como de muñeca, clavados en mis pantorrillas, y miro apurado a mi alrededor en busca de una aleta gris oscuro.
Hoy amanecí, desayuné en el centro y cogí uno de los kayacs de mi hostel para navegar por el golfo de la península de Osa, a mi aire. La marea estaba bajando y el mar era una balsa de aceite. Mientras me alcanzaba el remo y el chaleco salvavidas, pregunté al recepcionista si había algún peligro que debiese conocer, tipo corrientes o cosas así. "No mae no, solo que los tiburones y los cocodrilos tienen que comer los pobresitos, no más". Reí la broma del hombre sin mucho entusiasmo y partí a surcar las aguas.
La verdad es que remar en medio de la inmensidad, viendo tan solo algún barco de recreo fondeado a lo lejos y observando a las enormes aves marinas lanzarse a por el desayuno es una gozada. El sol mañanero no rascaba demasiado aún y podía sentir en el rostro la suave brisa de mi propio movimiento. Pero cuando llevaba un buen rato, volvieron a mi retina esas malditas mandíbulas descarnadas para sacarme de mi relax. A cada golpe de remo pensaba en mi silueta vista desde el fondo y en lo parecido que debe de ser a la de una foca. Y miraba a la costa allá a lo lejos. Vacía, silenciosa, y yo ahí, seis y poco de la mañana, en medio de unas aguas oscuras y desconocidas, con la broma del ventero resonándome en el oído con un atisbo de verdad y crispándome a cada ola, a cada reflejo raro en la mar.
Así que, pese a la sudorina, aceleré ritmo para atracar en una playa solitaria que formaba un pequeño cabo. Ahí me tumbé un buen rato escuchando los pájaros y el sonido de las pequeñas olas muriendo a mis pies. A esa hora ya hacía calor, así que me bebí la mitad de la botella de agua que llevaba conmigo dejando el resto para el regreso.
El agua del mar no diré que estaba fresca, pero invitaba a darse un baño para contrarrestar el ambiente pegajoso. Me decidí, me daría un chapuzón tranquilamente y regresaría al pueblo.
Me metí lentamente, hasta donde casi ya no hacía pie. Entonces di un par de brazadas y... ya no pude aguantar más. Me daba mucho canguelo, lo reconozco. Estar solo de solemnidad, nadando en una zona donde hay o intuyo escualos, se me hizo difícil de digerir. Salí del agua atolondrado pero sano y salvo y me puse a pasear por la playa sintiéndome un imbécil y culpando de ello a Hollywood, al dichoso Spielberg y a la madre que parió al recepcionista pendejo.
Cuando un rato después regresaba rema que te rema, asfixiado por el esfuerzo y el calor del chaleco, pasé justo al lado de un pelícano que flotaba plácidamente a la deriva. Emitió un graznido al verme, y entendí claramente lo que decía. Estoy convencido de que fue un sonoro "¡Memo!".
En fin, así las cosas, al llegar me di, ahí sí, un buen baño en la piscina. No en vano había tenido que cargar con mi kayac como cien metros, a causa de que la marea estaba definitivamente baja y el agua ya no llegaba al pequeño embarcadero de mi hostel. Después del baño hice la mochila y me trasladé a una pensión del centro mucho más económica pero muy auténtica.
Instalado en mi nueva morada, visité "Tucán travel", propiedad de una pareja de españoles (los únicos que he visto en este viaje). Se llaman Fermín y Esther, nombres para mí muy familiares (mi hermano y mi madre).
Él es catalán, pero desde niño vivió en Menorca, y ella es cordobesa. Llegaron hace seis años a Jiménez sin un plan establecido, y decidieron establecerse aquí montando una agencia de viajes que organiza expediciones por selva y mar.
Por la tarde me invitaron a una Coca Cola en el bar de enfrente a su oficina, donde compartimos una breve charla sobre política, economía y cosas de España. La verdad es que cuando uno viaja solo, cruzarse a gente que comparte lugares comunes con uno, aunque estos sean Rajoy o los indignados, se agradece. En toda la península de Osa hay ocho compatriotas.
Ahora apuro un fresco de piña en la terraza del bar Carolina, donde han prohibido fumar recientemente a causa de las quejas de los gringos, para disgusto de Fermín. La pareja, por cierto, vive al lado de Juantxo y su cuadrilla. Dice Fermín que este pequeño y remoto lugar es como estar permanentemente en un documental de la 2. Mirando a mi alrededor creo que tiene razón.
Hace un rato, paseando por el muelle donde mañana embarcaré para ver delfines y, con suerte, ballenas, me he acordado de nuevo de Spielberg. Allí son las purrujas (la cuarta parte de un mosquito pero de picadura incomodísima), y no los tiburones, las que le devoran a uno.
Lo digo por si el renombrado director quiere hacerles una saga, el muy mamón.

1 comentario:

  1. jajaja, me habria gustado ver tu risa nerviosa cuando el recepcionista te hace esa broma y como nadabas mirando de reojo a todos lados en el mar.....

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