lunes, 22 de agosto de 2011

La revolución perdida. 22/8/2011



Ya me lo habían advertido, pero quería comprobarlo personalmente. Ayer
en el paso de Peñas Blancas crucé algo más que una frontera entre dos
países. Costa Rica es el estado centroamericano más rico y
desarrollado de Centroamérica. Nicaragua es en cambio el país más
pobre de toda Latinoamérica, sin contar obviamente a Haití, sangrante
caso aparte. Mi viaje, mi turismo, adquiere aquí otra dimensión. Otro
rollo.

Las infraestructuras en general y las destinadas al turismo en
particular están francamente mal, salvo excepciones. Calles sin
asfaltar, basura en las esquinas...  Eso sí, hay publicidad de
Movistar hasta en los carros de caballos.

Y eso que Granada es un destino más turístico que otros que he ido
atravesando en el país. No obstante no es raro observar a personas
tiradas como colillas en calles llenas de polvo y barro, compartiendo
el suelo con perros pulgosos y famélicos que comparten su suerte. En
mi guía dice que la policía tiene que hacer a veces autostop para
llegar a una llamada. También hay hoteles de lujo, claro. Y bares muy
animados donde suena la música y todo el mundo está contento. Curioso
es el mercado, todo bullicio y aromas. Me perdí unas cuantas veces
entre yucas, zapatos y reses abiertas en canal.

Pero insisto, esto es otro rollo. Ayer, cenando en una terraza cercana
a la colorida catedral, vi niños -no pasarían de diez años, cara sucia
y desaliño-, limpiando botas o pidiendo comida de los platos. Una
señora española de unos sesenta años les repetía con insistencia,
mientras sacaban brillo a sus sandalias: "Hacedme caso, id a la
escuela".

Otros renacuajos, sin zapatos en los pies, bailaban una suerte de
gigantes y cabezudos al ritmo de un tamboril buscando la ansiada
propina del turista. "¡Qué exótico!", dirán algunos.

Viniendo en el bus me crucé con Carles, un joven valenciano que hasta
hace poco trabajaba en la agencia española de cooperación y ahora ha
montado una consultora en Managua, no sin dificultades.
-¿Cuál es el problema de este país? ¿Por qué no sale adelante? ¿Qué le
diferencia de Costa Rica, por ejemplo? -pregunté.
El valenciano suspiraba.
-La violencia, vigente hasta hace pocos años. Gobiernos populistas y
corruptos. Promesas que desaparecen como el humo...

Actualmente el Gobierno de la nación, en manos del frente Sandinista y
Daniel Ortega es, decía el español, como el chavismo venezolano pero
sin petróleo. No hay recursos en este país.

-¿Y por qué no explotan el turismo? Naturaleza les sobra, como a sus vecinos.
-Es que para eso hace falta mucha plata. Todo son promesas que no se
concretan en nada.

En Granada, la ciudad donde me hallo, de aire colonial y coloridas
fachadas (en una visita del Rey Juan Carlos a la ciudad, éste dijo
simplemente: "No toquen nada"), nació un personaje del que siempre oí
hablar en casa: Ernesto Cardenal.

Sacerdote jesuita, escultor, poeta, teólogo de la liberación y
ministro de la revolución sandinista, Cardenal fue uno de aquellos
idealistas que en la década de los ochenta creyeron que Dios
libertaria a los pueblos oprimidos de Centroamérica. Luchó contra el
somocismo y llegó a ocupar la cartera de Cultura de su país, antes de
que cerraran el ministerio por falta de recursos. Pero la CIA, y el
papado de Juan Pablo II cortaron sus aspiraciones. Recordada es la
imagen del guerrillero cura arrodillado ante el Pontífice mientras
éste le reprendía ásperamente y en público con el dedo alzado.

Ahora el poeta se dedica a escribir memorias y a vivir su vejez. Uno
de sus libros se titula "La Revolución Perdida". Desengañado con el
sandinismo de Daniel Ortega, incapaz de resolver los problemas de la
patria, abandonó la política y su país sin que aquellos ideales,
aquella liberación, fuesen más allá de un sueño dulce y pasajero.

Aquí en Granada, cuna de Cardenal, fui incapaz, por más que anduve de
aquí para allá perdiéndome entre las callejuelas del mercado y los
conventos coloniales, de encontrar un solo libro firmado por aquel
prolífico escritor. Desde luego, su revolución se perdió.

Acabo de apurar un burrito que me ha costado 105 córdobas (cuatro
dólares y pico), precio que he considerado excesivo dadas las tarifas
del país.

Ahora, mientras observo al limpiabotas imberbe agachado y harapiento
frente a la señora que le insiste que vaya a la escuela, un
remordimiento recorre mi estómago. Y cuando acaba su labor, y el
zagal, que probablemente no sepa quién es Ernesto Cardenal, donde está
España, o cómo se escribe su nombre, me ofrece a mí el servicio,
mirándome con una expresión cansada y adulta, impropia de su edad,
trago saliva y me invade un sentimiento de angustia -quizás es
vergüenza- al responder, simplemente: "No, gracias".

No hay comentarios:

Publicar un comentario