domingo, 14 de agosto de 2011

Mi cita con el miedo. (Tiburón). 14/8/2010



Hace algún tiempo se emitía un programa -"La Caja" creo que se llamaba- que consistía básicamente en sanar a locuelos con fobias mediante una terapia de choque bastante poco sutil. Por ejemplo, si uno padecía de aracnofobia, lo metían en el zulo ese y lo inundaban de imágenes de arañas en primeros planos hasta que exudaba el último escalofrío, el pobre paciente. Bueno, pues al grano. Hoy he hice algo parecido en la isla de Coiba: he buceado con tiburones.

La cosa puede parecer osada, temeraria y sumamente arriesgada. Ya se sabe, animales salvajes, impredecibles, en su medio natural, tal y cual. Pero resultaría paradójico asombrarse o llamarme imprudente por nadar con los escualos, teniendo en cuenta que procedo de una ciudad donde cada julio se sueltan bestias astadas de 600 kilos por las calles para que embistan a una turba de mozos, beodos en muchos casos.

Se teme lo que se desconoce, lo que no se ve o sólo se intuye. Para superar un miedo, como en este caso era el mío al acecho de los escualos, hay que mirarle a la cara. Y eso he hecho. Me ha costado, no crean. No por falta de voluntad, sino porque ayer era el día, pero la jornada resultó "accidentada". Por abreviar, en esta zona de Santa Catalina, muy apreciada por los surferos de todo el mundo, hacía muchos años que no se veía un mar tan agitado como el de ayer y hoy.

Ayer la expedición salió tarde por culpa de un imprevisto en el motor del esquife en el que nos embarcamos. Ese imprevisto se convirtió, al poco de salir de la bahía dando tumbos con olas de tres y cuatro metros, en que se jorobó la dirección, dejando a la embarcación a la deriva, como un corcho. Mediante un apaño con una palanca de hierro, el patrón pudo conducirnos a una isla cercana a la espera de que viniese otro bote a recogernos. Allí esperamos, como los protagonistas de "Lost"- durante una hora más o menos. Llegó nuestra salvación y retomamos el rumbo a la isla de Coiba. Pero el horizonte estaba negro como la negrura misma y, en efecto, el temporal no tardó en descargar sobre nosotros un fuerte aguacero.
 

Mala pinta tenían sus caras cuando se paró el motor...
Aparte de los dos tripulantes, viajábamos a bordo tres donostiarras -Juan, Idoia y Coro- y cuatro italianos. Juan e Idoia son marido y mujer, y Coro, la hermana de Juan, es la alegría de la fiesta con sus casi sesenta años. Han viajado mucho, por lo que el temporal no les alteró lo más mínimo. A mí la verdad es que tampoco. Me sentía arropado entre compatriotas y más cuando comenzamos a reir a cada bote y a cantar aquella canción de Miliki sobre un mosquito navegante que no teme a las tempestades. Los italianos (dos parejas jóvenes) estaban en cambio temblando de frío y miedo, y supongo que pensarían "Sono veramente pazzi questi spagnoli!!". La escena me recordó a esas historias de la Guerra Civil que a veces nos contaban nuestros abuelos sobre el "valor distraído" en el campo de batalla de los herederos del Imperio Romano. No se me ofenda nadie.

Bueno, el caso es que llegamos al embarcadero principal de Coiba sin haber visto una sardina. Y al llegar, después de un frugal almuerzo, cuando nos disponíamos a embarcar rumbo a la zona de buceo... la barca, la nueva, no arrancó. Pasaron las horas y al final tuvo que ser una tercera embarcación la que nos recogió sanos y salvos y nos llevó de nuevo a tierra firme. Un desastre total.

Aunque el hosco australiano que organizó la expedición nos devolvió la pasta -eso sí, a regañadientes-, ni los italianos, ni mis amigos donostiarras quisieron repetir la experiencia al día siguiente. Pero yo sí. Me había cruzado Panamá para ver tiburones, y tiburones quería ver. Así que esta mañana encontré otra excursión en la que además me hicieron un buen precio por compasión, tras oir mi historia.

El mar estaba igual de picado, pero lucía el sol. Rebotando a cada ola durante hora y media llegamos por fin a Coiba. La isla, la más grande de Centroamérica, fue hasta los años noventa un penal donde mandaban a lo peor de lo peor de Panamá. Violadores, asesinos, narcos... los distribuían en una veintena de campamentos alrededor de la isla y allí, si mostraban buen comportamiento, vivían sin barrotes (a excepción de los naturales: olas gigantescas, corrientes, cocodrilos, tiburones, malaria...). Nada más llegar recorrimos las instalaciones y las celdas, denegridas por el abandono y con el odio aún impregnado en sus paredes en forma de groseros grafitis de otro tiempo.

Los presidiarios podían criar cerdos, cultivar, pescar... si alguien cometía una infracción o intentaba fugarse, se le arrojaba a las inhumanas celdas de castigo unos meses, donde el calor, el hambre y los mosquitos langudeían su espíritu y doblegaban su bravura. El libro y la película "Papillon", protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman describe muy bien ese tipo de organización penitenciaria, que era similar en la Guyana francesa. La cinta es una de mis favoritas de la historia del cine, y la recomiendo a todo aquel que no la haya visto, por cierto.

Tenían buenas vistas, los penados.
Lo de los campamentos separados tenía un motivo muy simple. En la isla se organizaban maras y pandillas, enemigas mortales unas de otras, -incluso privado de su libertad el hombre necesita odiar algo-. Los miembros de una banda por ejemplo eran recluídos en un campamento y en otro situado unos kilómetros más allá se encerraba a sus rivales, por ejemplo. Sucedió un día que un buen puñado de reos de uno de los campamentos lograron fabricar una chalupa y echarse a la mar sin ser vistos. La cosa iba bien, pero al doblar un cabo, el fuerte oleaje y las corrientes marinas hicieron encallar a la embarcación, y los presos fueron a parar a una playa que pertenecía a otro campamento. A la banda rival. Éstos, en lugar de acoger a los náufragos, se amotinaron y los despedazaron a machetazos -literalmente- sin que los guardianes pudieran evitarlo. Fue una masacre: cabezas cortadas, miembros amputados... una orgía de sangre y violencia que puso de relieve la ineficacia y los fallos del sistema penitenciario panameño.

Así que el gobierno cerró los campamentos y trasladó a los presos, convirtiendo a la isla e islotes que la rodean en un parque natural protegido. Quienes recuperaron la libertad fueron los animales domésticos que criaban los prisioneros. Ahora hay búfalos y vacas salvaje pululando en la isla donde antes lo hacían las maras. Y los que saben dicen que es mejor no cruzarse a un bicho de esos en la selva del interior de la isla.

Pero bueno, yo lo que quería era mojar las orejas en el gran azul, la cosa se iba demorando y con el paso del tiempo crecía mi impaciencia. Aún debí esperar otra hora antes de sumergirme, porque la familia de simpáticos y gruesos yankis que viajaba conmigo quería ver monos, y el guía les llevó a dar un paseo por la selva. Yo me quedé en el barco fondeado von el piloto contemplando a las enormes ballenas jorobadas salir a la superficie y resoplando en la lejanía. ¡Qué espectáculo! Esos animales, al nadar despacio y acompasadamente, transmiten una paz tan inmensa como su fisonomía.

Pero por fin llegó mi hora. Subieron a bordo los yankis y la encantadora familia de colombianos que completaba el pasaje (y que mañana me llevan a Santiago en coche) y nos encaminamos rumbo a una minúscula isla plagada de ermitaños para realizar la inmersión.

Mientras me calzaba las aletas en la playa y miraba el mar revuelto, aumentaba mi ritmo cardiáco, un extraño hormigueo alteraba mi estómago, y me acordaba del momento previo al estallido del cohete definitivo que da comienzo al encierro.

Siguendo las órdenes del guía nos sumergimos lentamente. Me entraba un poco de agua en las gafas debido a que mis bigotes impedían el sellado hermético, pero yo no pensaba en mis gafas. Aleteando pausadamente miraba a mi alrededor esperando la silueta tantas veces vista en filmes y documentales, pero curiosamente sentir y oir mi respiración a través del tubo me relajaba, y no sentía inquietud alguna. El agua estaba algo turbia a causa de las lluvias, y la visibilidad no era perfecta desde la superficie, pero a poco que uno se sumergiese, la cosa se aclaraba dejando al descubierto a miles de seres. Corales, anémonas, peces de todos los tamaños y colores, estrellas de mar, morenas, una enorme tortuga Carey a la que pude acariciar el caparazón... un festival de vida y color ante mis ojos. Pero yo no lo apreciaba en toda su dimensión. Sabía que allí estaban los grandes peces y quería ver mi reacción al encontrarme cara a cara con ellos.

Los gestos de mi guía llamaron mi atención. Me llamaba con la mano y señalaba al fondo, a unos tres metros de donde yo flotaba. Me acerqué a él y me sumergí... allí estaba. Nadaba a ras de suelo, mostrando su lomo, su temible aleta dorsal y las laterales, rematadas por la mota blanca que da nombre a su especie. Mediría dos metros, quizás más. Era un tiburón de punta blanca, uno de los más mortíferos según las estadísticas. Se desplazaba a poca distancia de mí sin mirarme, sin extrañarse de mi presencia, sin sospechar siquiera la tremenda emoción que despertaba en mí su sola presencia. Dio un aleteo rápido y enseguida desapareció de mi campo de visión. No pasó mucho tiempo antes de ver otro, y dos más allá. La misma actitud inofensiva, la misma serenidad.

En ese momento, viendo a los "temibles" tiburones trasegar cerca de mí en armonía, sentí que alcanzaba un puntito más de conexión con ese inmenso desconocido que es el mar.

Ya fuera del agua, un rato después, comenté mi experiencia mística con Llillo, mi guía. Le hablé en plan hippie sobre los tiburones, lo absurdo que era tenerles miedo y esas chorradillas que acabo de escribir un poco más arriba. Él no decía nada. Cuando le pregunté por su silencio, me dijo: "Huevón, tú no te has dao cuenta de lo que te ha pasado al lado mismo, pero casi me da un infarto". Resulta que mientras observaba a los de abajo, un enorme tiburón había salido de la nada "cruzando la línea" y arrimándose peligrosamente a mi costado sin que yo reparase en ello, extasiado como estaba.
-"¿Pero no decís que no hacen nada?", pregunté yo.
-"Claro, compadre, pero este era de otra raza, y era bien grande, -Y extendió los brazos medio metro para indicar el tamaño de su cabeza- Estos tiburones son muy territoriales, y si te cruzas con uno mejor salir pa' otro lao, ¿tú sabes?".


Ahora ya en tierra, lejos del mar y de la conexión con los tiburones, leo una pegatina en la que se defiende la inocencia de los peces esos con este mensaje: "Coconuts kill more people than sharks". Dice que los cocos matan a más gente que los tibus. La verdad es que nunca me había planteado morir por un golpe de coco desprendido de una palmera, y muchas veces he soñado con las fauces de un monstruo marino. El miedo, definitivamente es absurdo. Pero, después de la excursión de hoy, creo es más absurdo la manera que tiene el hombre de enfrentarse a él.

Encierros, buceo con tiburones.... es paradójico. ¿Saben de qué raza era el bicho que me pasó a un pelo y que dejó lívido al guía? Era un tiburón toro.


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